El petróleo se había agotado en
el planeta. Se sabía que ese día podía llegar, que los automóviles pasarían a
ser una basura tirada en la calle, que permanecerían parados, inútiles, sin
poder moverse.
Sin embargo, la calzada de nuestra
calle seguía dando miedo a los peatones. Habían sido muchos años sin cruzar por
ella y ese tipo de cambios son difíciles de asumir en la mente humana.
Hacía ya mucho tiempo que los
pasos de peatones habían desaparecido, pues quitaban fluidez al tráfico
motorizado. Después prohibieron directamente el paso por la calzada a cualquier
peatón, por lo que para cruzar las calles había que dar interminables rodeos
hasta llegar a unos quebrados puentes peatonales o sombríos túneles. Con este
panorama, cada vez eran más las personas que optaban por unirse a la corriente
de ir en coche a todos lados, aunque esto acrecentara aún más el problema.
Hasta que se acabó el petróleo, las
calles habían sido lugares peligrosos, donde los coches no sólo ocupaban la
calzada a velocidades inapropiadas para la convivencia, también ocupaban por
entero los lugares de aparcamiento (que eran espacios públicos cada vez
mayores), e incluso, cuando los aparcamientos no eran suficientes, llegaban a
subirse impunemente a las aceras, obligando a los peatones a dar enormes rodeos
o directamente volverse a sus casas en espera de que la acera se despejara en
algún momento para poder pasar.
Era una epidemia a la que nadie
se atrevía a poner solución, pues los que tenían en su mano el remedio eran
parte del problema: eran habituales usuarios de los vehículos motorizados que
nos envenenaban el aire y habían convertido las calles en meros lugares de
paso, dónde ya no se podía convivir, dónde no era posible socializar.
A los escasos peatones, esta
situación nos había llevado a confinarnos en nuestras casas, donde la
información sobre lo que pasaba en otros lugares se nos distribuía a través de
una manipulada televisión.
Pero con el fin del petróleo y la
parada de los coches, el silencio poco a poco se iba instaurando en las calles,
a medida que los últimos depósitos de combustible se fueron acabando. Ya no
necesitábamos hablarnos a gritos los unos a los otros para escucharnos. Hablábamos
a susurros, felices de escuchar todas las palabras, de entender todas las
frases con claridad. A algunos les costó mucho adaptarse, quizás porque habían
perdido mucha capacidad auditiva, y seguían hablando alto. Les recordábamos que
bajaran la voz, moviendo la palma de la mano hacia abajo, como si botáramos una
pelota de baloncesto.
Los pájaros, que habían huido de
las ciudades debido al exceso de contaminación y ruido, volvían y comenzaban a poblar las
señales de tráfico, las farolas, los semáforos y los árboles decorativos de
plástico, colocados por el Ayuntamiento para sustituir a los auténticos, desaparecidos
y asolados por la contaminación y las altísimas temperaturas urbanas que el
cambio climático y el calor de los motores de combustión había traído. Algunos pájaros incluso trinaban
en los alféizares de las ventanas, para regocijo de los residentes.
Los semáforos seguían activos,
pasando del rojo al verde y de ahí al ámbar, y luego otra vez al rojo, en una
sucesión infinita. Pero lo hacían porque nadie se había encargado de apagarlos en
el mando de control. Lucían para nadie, sin cumplir su función original,
pasando a ser un entretenimiento visual que acompañaba al recién estrenado
silencio.
Los vecinos adornamos el techo de los automóviles parados con macetas de flores, para alegrar un poco las calles y que pasaran a ser una parte más amable del paisaje. Pero días más tarde tuvimos que retirar estas macetas, porque unos operarios inundaron nuestra calle de señales que decían: "Por favor, se ruega no aparcar bicicletas en esta calle durante los días 21 y 22 de septiembre, debido a los trabajos de retirada de automóviles que se llevarán a cabo por la patrulla de grúas ciclistas".
Los vecinos adornamos el techo de los automóviles parados con macetas de flores, para alegrar un poco las calles y que pasaran a ser una parte más amable del paisaje. Pero días más tarde tuvimos que retirar estas macetas, porque unos operarios inundaron nuestra calle de señales que decían: "Por favor, se ruega no aparcar bicicletas en esta calle durante los días 21 y 22 de septiembre, debido a los trabajos de retirada de automóviles que se llevarán a cabo por la patrulla de grúas ciclistas".
Cuando todos los automóviles
fueron retirados, los peatones salimos a la calle, a ver ese enorme espacio vacío que se había generado, aunque todavía temíamos
bajar de la acera a la calzada. Nos quedamos mirando a los peatones que estaban
al otro lado de la calzada, en la acera de enfrente. Ellos cruzaron sus miradas
con las nuestras. Ninguno sabíamos qué hacer con tanto espacio en las calles.
A mi esa situación me parecía
excesiva. Al tener ya una edad avanzada, había conocido la época en que se
podía cruzar la calzada sin temor alguno. Recordaba el suelo de la calzada
igual de firme que el de la acera, así que avancé hasta la orilla de la acera
como si de un precipicio al borde del mar se tratara. Hice ademán de lanzarme
al tremendo vacío de la calzada. Los murmullos que iniciaron los vecinos me
detuvieron. Les miré. Sus ojos reflejaban preocupación a la vez que curiosidad.
Lo cierto es que el gesto de algunos en su cara me animaba a avanzar, pues parecían
ávidos por seguir mi ejemplo si no le pasaba nada a este valiente pionero.
Dejé caer un pie hacia delante y
abajo. Y luego el otro. Miré hacia atrás y me pareció que la calzada estaba aún
más baja de lo que se apreciaba desde la acera. Desde la calzada las ventanas
de mi casa quedaban allá arriba, mucho más altas, en una perspectiva que ya
había olvidado. Comencé a andar despacio ante la atenta mirada de los vecinos.
En un gesto centenario que mi memoria seguía recordando, miré a cada lado antes
de cruzar la calle entera, diez interminables metros más allá, donde los peatones
de enfrente me esperaban y me vitoreaban como si hubiera ganado una maratón.
Los más audaces siguieron mi ejemplo y tomaron la calzada, mirándose unos a
otros, incrédulos por estar ahí, sin miedo, sin prejuicios, agachándose a tocar
el asfalto con la mano para asegurarse de que estaba ahí, de que lo estaban
efectivamente pisando. Los peatones acababan de tomar la calle completamente. Personas
desconocidas nos estábamos abrazando como si fuéramos hermanos.
De pronto, un sonido lejano,
sordo y conocido fue acercándose: venían decenas de ciclistas circulando, tocando
sus musicales timbres.
Los ciclistas iban despacio y
sonreían, felices de no verse ahora expulsados de la calle por los automóviles.
A los peatones nos saludaban, y les hacíamos un pasillo en la calzada para que
pasaran. Alguien pareció incomodarse con el paso de los ciclistas. Le expliqué
que no era como antes con los coches: las bicicletas eran lentas, no hacían
ruido y no echaban humos. Con ellas sí se podía convivir.
Dichosos y felices, disfrutamos
de la calle haciendo juegos, formando corrillos para conversar, compartiendo
esta recién estrenada felicidad. Llegada la noche volvimos a nuestras casas con
la sensación de haber abierto un regalo.
A partir de entonces, miro desde
mi ventana a la calle con orgullo. Es fantástico ver a la gente pasear, sonreír
y compartir el espacio público. Cada día me asomo y veo pasar a los silenciosos
ciclistas y les saludo con la mano. A los más conocidos les encargo cosas de la
tienda de comestibles.
6 comentarios:
Me temo que las consecuencias de la falta de petroleo no van a ser tan dulces ni tan bienintencionadas, ya de hecho,- bueno, desde el siglo pasado, -hay guerras por fuentes energéticas.
Véase los chalecos amarillos en Paris que no quieren ver ni en pintura un aumento de los combustibles, si eso es así, que no será cuando no haya.
La " inteligencia" del ser humano no creo que de y, de hecho, no esta dando para hacer una transición de modelos energéticos que sea suficientemente progresiva en el tiempo.
Totalmente de acuerdo con todo lo que has expuesto, bicietereo.
Pero como este es un relato de ficción, vamos a permitirnos soñar por un momento :-)
Tu ya sabes que la realidad supera siempre a la ficción, lo tuyo es un relato ficcionado y mi comentario es una hipótesis que tampoco tiene visos de que llegue a ser real, ¿ porqué?, pues porque ya se estan encargando los estados y multinacionales de que el Ártico sea un filón posible de materias primas y de fuentes energéticas, amén de la Antártida que también estan en ello.
Todo sea porque Ryanair y otras compañias aéreas sigan facturando y manipulando a incautos necios y necias para que consuman y contaminen con sus vuelos baratos en la creencia de que van a encontrar su Sangri-la particular.
Es utopía, pero en nuestros sueños trajimos realidad. Pusimos la semilla, o como queráis.
Hace mucho aprendí de una inteligente mujer que decía, las cosas cambian desde pequeños cambios, pequeñas iniciativas.
Ayer soñamos, y hoy; despacio. Se van transformando las poblaciones.
Lo queremos Todo, y YA. Pero pienso que este cambio, y todos los que vienen costará implantarlo.
SI bien, ya hoy va siendo una realidad. A veces me junto con 4, o 5 Bicis en alguna plazuela de Madrid.
Por otro lado siguen los sordos, y desconectados de la realidad paseando en coche por nuestras calles, sin importarles su abuso, su violencia, y su intoxicación.
No se van a bajar de los coches por causas inteligentes, NO.
Hay que empujarles un poquito, solo un poquito.
Y a la par, recuperaremos esos millones de toneladas de chatarra, y montar los cohetes que nos llevaran a la próxima mudanza a Marte, jeje
No flipábais, pues yo también. Mucha Salud, compis ...
Esos pequeños cambios sólo se pueden dar - y esto tiene un cierto poso de tristeza-en nuestra pequeña isla individual, la libertad de los individuos y de sus actos hace que el intentar modificar conductas -sea para lo que sea- genere un fuerte rechazo cuando no violencia y/o extremismos.
Cuando tienes un hijo o hija que a las primeras de cambio se quiere comprar un coche ¿ qué haces?, ¿le llevas a un gulag?.
Claro que sí, flipar es gratis, jajajaja.
Yo también estoy dejando de creer que los pequeños cambios individuales sirvan para cambiar ciertos hábitos muy arraigados a nivel colectivo. Pero lo que sí tengo claro es que algunos de esos pequeños cambios que realizo me dan una satisfacción personal. Eso, en si mismo, los hace valiosos y poderosos.
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