domingo, 23 de julio de 2023

La bici de Ernesto

 



Nunca pude entender, y así te lo hice ver Ernesto porque éramos amigos y los dos españoles en una ciudad francesa como Estrasburgo, que te fueras sin tu bicicleta, que la dejaras de lado en aquellos momentos en los que tenías algo importante que sentir.

La bici no es una persona. - me decías.

Ya sabía yo que no era una persona, pero no lo decía por ella, lo decía por ti. Sentir sobre una bicicleta es darles más profundidad a los sentimientos. Si pedaleas al lado de la persona amada, ese amor es más vívido. Si visitas un paisaje en bicicleta, te entran las imágenes por las pupilas y de ahí van directas a la parte del cerebro donde se almacenan los momentos especiales. Si haces un trayecto urbano en bicicleta llegas más alegre y con la sensación de haber hecho algo útil mientras te desplazas.

¿Me estás diciendo que la bici es un opiáceo? – me dijiste riendo.

Cuando por fin lo entendiste, cuando lo sentiste por ti mismo, ya no dejaste de usarla. La bicicleta hacía que todos los días fueran festivo. Dejaste atrás el prozac, el quejarte por todo, las críticas como divertimento y empezaste a ver la vida como esa maravillosa maleta llena de sorpresas.

Comenzaste a cambiar hasta el color de la ropa que usabas, de esos colores grises y negros a colores claros y alegres. Hasta tu bicicleta, que era de color gris, la cambiaste por una de color azul claro.

Es tan fácil usar la bici en Estrasburgo. Además de una enorme cantidad de vías exclusivas, la ciudad está pensada para usar la bici sin problemas: aparcabicis por todos lados, calles en contrasentido permitidas a las bicicletas, calmado del tráfico, giro permitido a la derecha para bicicletas con semáforo en rojo…

Todas las mañanas, cuando iba camino del trabajo, pasaba yo al lado de tu casa en la rue de Bruges, nada más salir de la mía, porque vivíamos muy cerca. Tu bicicleta estaba firmemente atada enfrente de tu ventana, abierta para burlar el calor veraniego, haciendo del aparcabicis como una extensión de la casa.

Fue por eso por lo que ayer lunes me sorprendió que la bici estuviera en el sitio de siempre y tu ventana cerrada, pese al calor reinante.

Fue muy duro enterarme que habías fallecido ese fin de semana y ya no estarías más entre nosotros. Ahora que habías empezado a vivir una vida plena, te habían cerrado el grifo de la existencia, sin avisar del corte.

Cuando alguien joven y con quien tienes trato habitual desaparece es cuando más te das cuenta de que estamos en esta vida de paso, que esto no es para siempre. Que todo lo material que acumulas en el devenir de tus días, te va a sobrevivir y se va a quedar sin dueño. Soy de esas personas que tiene asumida que la muerte es parte de la vida, que vive plenamente consciente de que esto terminará algún día. Pero eso no impide que sigamos sorprendiéndonos cuando alguien cercano desaparece.

Los que usamos la bicicleta habitualmente, sentimos que una bici es parte de alguien. Es por ello, que nos sigue extrañando que cuando la persona desaparece, la bicicleta no desaparezca también. Ahí estaba atada la bicicleta de Ernesto. Sus amigos nos miramos haciéndonos la misma pregunta: ¿Qué va a pasar con esa bicicleta? ¿Quién va a querer la bicicleta de un muerto? ¿Dónde está la llave para abrir el candado que la fijaba a la barandilla? Si no la liberábamos, ella misma se iba a convertir en un cadáver, como esas bicicletas abandonadas a las que les van desapareciendo poco a poco componentes, hasta quedar solo su metálico esqueleto.

Dispuestos a librarla de sus ataduras, nos juntamos unos cuantos amigos de Ernesto con herramientas varias. Primero era liberarla. Luego ya veríamos que hacíamos con ella.

Cuando estábamos intentando cortar un fuerte candado de metal, un vecino que pasaba por ahí nos inquirió que si estábamos intentando robar la bicicleta. Le explicamos que Ernesto había muerto. Nos dijo que, en cualquier caso, la bicicleta no era nuestra. Lo dijo y nos enfrentó la mirada, esperando una respuesta. Pero no había respuesta, así que esperamos a que se cansara de mirarnos y continuamos cuando se fue ladeando de un lado a otro la cabeza.

Cuando por fin la bici estuvo libre, sin ataduras, alguien dijo: “¿Y ahora qué?”

Fue entonces cuando, sin pensármelo mucho, dije que yo me la quedaba. Aquello fue una liberación para todos, que no sabían qué hacer con ella. Yo lo dije como quien adopta a ese perrito que mira a todo el mundo en busca de cariño y nadie quiere tomar la responsabilidad de quedárselo.

Una vez me fui con ella, incluso consideré que había sido una buena idea, pues mi bici ya no estaba en las mejores condiciones y esta me iba a hacer el apaño, además de ser muy bonita, una bici clásica suiza con barra baja, plato único y luz por dinamo en la rueda. Y comencé a utilizarla habitualmente.

La primera vez no me sorprendí, simplemente pensé que era casualidad, que el aparcabicis que hay enfrente de mi casa estuviera lleno. En mi diminuto piso no cabe una bici, así que siempre la dejaba aparcada abajo. Me puse a buscar por los alrededores donde aparcarla y llegué al aparcabicis enfrente de la casa de Ernesto. Había un espacio vacío, el mismo que usaba siempre Ernesto.

La segunda vez ya me sorprendió más. Encontrar de nuevo lleno el aparcabicis de mi calle, que no solía estarlo, me hizo pensar que estaba aumentando aún más el uso de la bicicleta, por lo tanto, también el requerimiento de aparcabicis, y que el Ayuntamiento debería poner más en las calles.

Así, un día tras otro, la bicicleta acabó diariamente aparcada en el aparcabicis de la casa de Ernesto.

Otro día, salí a dar un paseo en bici, solo por el placer de pedalear, como hacía algunas veces, sin rumbo fijo, dejando que la bicicleta me guiara. Debió ser casualidad, no puede ser otra cosa, pero acabé en la puerta de la oficina donde trabajaba Ernesto. Otro día acabé en la puerta del restaurante preferido por Ernesto…

Empecé a inquietarme definitivamente el día que iba a una cita, me confundí de giro y, al frenar para darme la vuelta, casi me estampo contra un mupi, un soporte publicitario, que anunciaba una conocida obra de teatro de Oscar Wilde: “La importancia de llamarse Ernesto”. Allí me quedé yo, con los frenos apretados y el nombre de la obra literalmente pegado a mi cara.

Puse un anuncio para vender la bici a un precio asequible. Me llamó una persona, que resultó ser español, ya era casualidad. Me preguntó algunas cosas, quedamos en un lugar para que la viera. No tenía muy claro cómo llegar a donde habíamos quedado, porque era nuevo en la ciudad. Le pregunté su nombre. “Ernesto” me dijo.

-Ernesto, no hace falta que traigas dinero, te la regalo.

- Vaya… ¿seguro?

- Si

- Muchas gracias ¿Y por qué?

- Porque te ha estado esperando todo este tiempo.