miércoles, 27 de diciembre de 2023

La caída de Zulle


Desfiladero de Teverga

Cuando voy haciendo una ruta en bicicleta, me gusta detenerme de vez en cuando. No necesariamente por estar cansado, sino para asimilar lo que acabas de ver, e incluso para disfrutar de otro modo el lugar en que te detienes, saboreando la quietud, la contemplación, el paso de los minutos.

Senda del oso

Al salir un momento de la carretera del desfiladero de Teverga, en Asturias, fue cuando descubrí la Senda del Oso. Me pareció un lugar conmovedor, bello, tranquilo, en el que convivían las hojas caídas del anterior otoño, los setos eternamente verdes y los árboles de gigantescas proporciones. La seguí un rato, dejándome llevar por su vista y sus sonidos. Dejé la bici apoyada a un lado del camino y, antes de volver a la estrecha y también tranquila carretera que iba pegada a la senda, decidí inmortalizar el lugar con una imagen, usando el disparador automático de mi cámara. Estamos hablando del año 1994, así que no había móviles con cámara, por supuesto, pero tampoco cámaras digitales, que yo sepa. Yo llevaba mi magnífica, y pesada, cámara réflex analógica.

Al empezar a pedalear de nuevo, me di cuenta de que uno de los rastrales del pedal iba suelto: se le había caído un tornillo. Aunque lo busqué por si se hubiera caído allí mismo, no conseguí encontrarlo entra la hojarasca de alrededor.

Desfiladero de Teverga

Eran ya las cinco de la tarde, había pedaleado suficiente ese día y tenía que buscar un lugar donde acampar. Pero antes tenía que pasar por un pueblo con cierta entidad que tuviera un establecimiento donde conseguir un tornillo para el rastral, algo de comida y, que no falte, un poco de conversación, una más de las necesidades del cicloturista solitario.

No había nadie en lo que parecía ser un ultramarinos de la primera aldea que encontré. Una mujer que pasaba por la puerta, al ver que quería algo de la tienda, me pidió que esperara un momento. Fue a la esquina de la casa y llamó a gritos a la dependienta que faenaba en la huerta anexa: “¡Antonieta, que tienes a un forastero esperando en la tienda!” Antonieta vino, muy tranquila, limpiándose las manos en un mandil, y espantando en su camino a unos pollos que andaban sueltos por la calle. La mujer era rechoncha y alta y tenía un acento muy agradable, que debía ser el de la zona. Además de venderme algo de comida me indicó que quizás en Bárzana, un pueblo que había más adelante, podría encontrar el tornillo que buscaba, a la entrada de la localidad, en unos almacenes de materiales de construcción.

Al poco de salir del pueblo, veo un autobús que me quiere adelantar. La carretera es muy estrecha, así que me echo bien a la derecha, disminuyo la velocidad y le indico con el brazo izquierdo que pase. Al hacerlo, veo por las ventanas a unos críos que me miran con mucha curiosidad, debe ser un autobús escolar. Al rebasarme del todo, por el cristal trasero, dos chavales han retirado las cortinas para verme y me saludan con efusividad, yo les sonrío y les respondo al saludo con una mano, con la misma efusividad.

A la entrada de Bárzana de Quirós pregunto si tienen tornillos para el rastral. Cuando me empiezan a explicar que no tienen y que en el pueblo va a ser difícil conseguirlo, entran unos chavales que escuchan la conversación y uno de ellos, el más espigado, me dice que él tiene uno de su bicicleta y que me lo puede prestar. El señor que me ha estado explicando sobre la dificultad de encontrar ese tornillo en estos pueblos, sonríe y me dice – Pues ahí tienes la solución-.

Salgo con los chavales que me explican que son algunos de los que me han pasado en el autobús, que venían de una excursión, y que han venido corriendo a buscarme (algunos de ellos en bicicleta), en cuanto han pasado por casa. Ante mi negativa de aceptar su tornillo, quedándose su rastral sin él, me dice que no hay problema, que su padre luego le pondrá otro. Yo, que soy así de tontorrón, me emociono de la amabilidad humana. Le doy las gracias y me pongo la mano en el corazón, como si fuera a cantar un himno.

Aprovecho para preguntarles donde podría acampar, se miran unos a otros y Alberto, el más pequeño, proclama:

- Al lado de la escuela.

- ¿Y dónde está la escuela? Es que yo no conozco el pueblo, es la primera vez que vengo aquí.

- ¡Nosotros te llevamos! – gritan casi todos al unísono.

Y allá que voy, dirigido por una camarilla de chavales de entre 6 y 12 años, a los que se van uniendo otros por el camino.

Me llevan al colegio Virgen del Alba, que está en la parte baja del pueblo, cerca del río. Al lado del colegio hay un techado amplio con suelo de cemento, donde al parecer hay mercadillo de vez en cuando. Es un sitio perfecto, resguardado, tranquilo y no tengo ni que clavar las piquetas. Los críos me quieren ayudar a montar la tienda. Yo les dejo hacer, porque les hace mucha ilusión y me siento agradecido por haberme dado el tornillo. Miran todo lo que hago con mucha curiosidad: desmontar las alforjas de la bici, sacar e inflar la colchoneta, extender el saco de dormir, etc.

Los amables chavales de Bárzana que
me ayudaron a poner mi tienda de campaña

Se ve que había corrido la voz y comenzaban a venir algunos críos más, que suplían a los que por alguna razón se tenían que ir. Siempre había entre cuatro y ocho chavales por allí, pero todos muy educados, preguntando antes de tocar nada y pidiendo las cosas por favor.

Como ya han cogido confianza, empiezan las preguntas, algunas de ellas realmente graciosas:

- ¿Y no tienes casa donde vivir?

- Si, claro, vivo en Madrid, en un piso, pero he venido de viaje y acampo cada día donde puedo, pues no en todos los lugares por los que paso hay alojamientos.

- Eso me gusta- dijo uno de ellos- vivir como los nómadas.

- ¿Y te dejan tus padres irte por ahí con la bici? - me preguntó otro.

Entre risas le respondí que tenía 31 años, y que ya no vivía con mis padres. Se quedaron un tanto sorprendidos, no entendían muy bien que alguien que iba en bici, como ellos, fuera ya tan “mayor”, como para no vivir con sus padres.

Los más simpáticos eran Nuria y Alberto, que tendrían unos seis años. Pero, en general, eran todos encantadores.

Me preguntan también de dónde vengo y a donde voy. Con los ojos muy abiertos escuchan que he comenzado este recorrido en la desierta Sierra de la Cabrera, en Zamora, un territorio perdido del mundo. Que luego he continuado a Las Médulas, un lugar con la tierra de color anaranjado-rojizo, que fue una mina de oro en la época de los romanos, con cuevas y túneles excavados en la montaña por los prisioneros y los esclavos. Que luego he ido a los Ancares, donde la poca gente que vive por allí, lo hace en la misma casa con los animales y donde hay momentos que está todo tan vacío de gente durante tantos kilómetros, que te parece que te has quedado solo en el mundo. De ahí había pasado a Somiedo, donde hay unas lagunas en lo alto de la montaña con agua transparente. Eso último algunos lo conocían, pues les quedaba más cerca del pueblo.

Cuando les explico hacia dónde voy a continuar los próximos días, rápidamente me cuentan excitados que al día siguiente voy a subir la Cobertoria (8 kms. de subida, a casi 1200 metros de altitud). Allí en la bajada hacia Pola de Lena, el ciclista suizo Alex Zulle perdió la Vuelta a España hacía apenas un año, al caerse a la salida de una curva.

- La Vuelta al final la ganó otro suizo… ya se me ha olvidado su nombre- dijo uno de los chicos.

El ciclista suizo olvidado era Tony Rominger.

Cuando me cuentan todo eso me viene a la mente la imagen de Alex Zulle, entre la niebla y la lluvia yéndose al suelo. Lo vi en directo en televisión el año anterior y, seguramente, no fui el único que  lamentó esa caída, pues era Zulle una de esas personas que te caen simpáticas, que no parecía suizo porque estaba siempre sonriente. Además llevaba gafas, como yo, así que le comprendía aún más si cabe. Lo lamenté también porque parecía que a Zulle le acompañaba la mala suerte. Y esos, los perdedores por vocación, se llevan la simpatía del aficionado, que desea que, por una vez, estos ciclistas vean encumbrados sus deseos, ganando a las grandes figuras. Recuerdo escucharle a un buen amigo la frase: “Si alguna vez tiene que perder Induráin, que sea ante Alex Zulle”. 

Captura de pantalla del momento de la caída

La declaración de Alex Zulle ese día cuando le preguntaron por su caída bajando la Cobertoria fue pura poesía: “Agua, culo en carretera, bicicleta en flores”. Luego, en su aún básico castellano, “explicó” que las flores tenían electricidad. No entendí que quería decir con eso último... hasta que pasé por allí al día siguiente.

Ese día, Tony Rominger, su compatriota (ese sí que parecía suizo, muy serio y calculador) le había sacado una pequeña diferencia al comenzar a bajar el collado de la Cobertoria, y Zulle fue en su persecución. Pero el suelo mojado y un ímpetu desmesurado dieron con Zulle en el suelo a la salida de aquella curva, enfrente de una casa de labor que quedaría para siempre marcada como “en la que se cayó Alex Zulle”. Alex intentó luego recortar diferencias, pero las secuelas de la caída y el suelo mojado, impidieron una gesta con la que estuvimos la mayoría soñando. La diferencia que sacó Rominger ese día le dio el triunfo en la Vuelta a España, teniendo que conformarse Zulle con la segunda posición.

Si este chaval de Bárzana se había olvidado del nombre del ganador de la Vuelta (y eso que corría en un equipo asturiano), pero no del segundo clasificado, Zulle, eso quería decir que la mañida frase “Del segundo nadie se acuerda” no siempre es cierta. En este caso, no se recordaba al primero por la sencilla razón de que no se había caído en la Cobertoria.

Para los chavales que tengo pegados a la tienda de campaña, el lugar de la caída de Zulle se ha convertido en un icono, y me dicen que incluso ha habido peregraciones en bici al lugar, para recordarlo y señalarlo. Me piden que al día siguiente tenga yo también cuidado en la bajada, aunque parece que no lloverá. Me hacen hincapié en las más que probables boñigas en el suelo, que son muy resbaladizas. “Las peores son las de vaca”, dice uno, a lo que otro apunta “Sí, esas son peores que las de caballo, pero son aún peores las de las ovejas”. Otro asegura: “Las de oveja, si están secas no son peligrosas. Si ves vacas, ten cuidado, porque alguna boñiga habrá”. Después de estos escatológicos consejos, les explico que voy a cenar. Me preguntan si necesito comida. Aún les persigue la idea de que soy un vagabundo con pocos recursos, por lo que tengo que explicarles algo mejor como es un viaje cicloturista, la sensación de libertad y de aventura que conlleva, nada comparable a ir a los sitios en coche. Además de decirles que trabajo de funcionario en el Ayuntamiento de Madrid y tengo un sueldo. Que viajar en bicicleta no es de pobres, sino de aventureros.

Vacas en la bajada de la Cobertoria

Les enseño el paquete de pasta que me voy a preparar en la cazuelita, con el infernillo de gas. Tienen los ojos como platos mirándome cocinar. Se estuvieron conmigo allí contándome cosas del pueblo y yo cosas de mi viaje, hasta que se tuvieron que ir a cenar todos.

Los últimos me dijeron que vendrían por la mañana a visitarme, antes de entrar a la escuela, que estaba al lado. Yo pensaba irme muy temprano, como tengo por costumbre, pero no lo dije, por si al final no era así.

Finalmente me levanté a las 6,30 y salí a las 7,45. La única persona que vi antes de irme, mientras me lavaba la cara y las manos en el río, fue un pescador que había allí.

Tras recoger la tienda y cargar todos los bártulos en la bici, ya dispuesto para salir, y viendo que era demasiado pronto para los chavales y su horario escolar, les dejé una nota en el lugar en el que había puesto la tienda, sujeta por las cuatro esquinas con piedras, que decía: “Gracias chavales, por el tornillo y la compañía. -El de la bici-”

Con la claridad manifiesta del amanecer, abandoné el lugar, sabiendo que iba sobre aviso y que no me iba a caer bajando la Cobertoria.

Últimas rampas de la Cobertoria

Tardé algo más de una hora en subir ese collado de rampas exigentes. Después de subir su vertiente oeste a aquella hora tan temprana, el sol me regaló un día espléndido llegando a la cima. Desde el alto había una impresionante vista de montañas y valles sumidos en un techo de nubes.

Vista desde el Collado de la Cobertoria

En la bajada a Pola de Lena me encuentro, en efecto, varias vacas, por lo que hay que extremar la precaución.

La bajada está repleta de curvas, a cuál más traicionera. No me extraña la caída de Zulle, que además la hizo lloviendo.

Lugar de la caída de Zulle

Hago una foto en el fatídico lugar, al que reconozco sin dudar. En ese momento hay un conmovedor silencio, que no hace pensar que ahí hubo un suizo con carácter español, lamentándose de un golpetazo en el culo, mientras su bicicleta se perdía entre las flores.

Me agacho buscando flores por el lugar. No veo ninguna, pero sí un montón de ortigas, lo que Zulle debió llamar flores en su básico castellano. Ahora entiendo la electricidad de esas flores que se le pegaron a las piernas.
___________________________________________


Muchos de los datos recogidos en este relato están tomados de mi cuaderno de bitácora que suelo escribir al final de cada jornada cicloturista. El resto vienen de la memoria y/o de la investigación.

Hoy, esos chavales que me acompañaron en Bárzana de Quirós, tendrán alrededor de 40 años. Me encantaría si alguno viera este relato, recordase aquel día o se viera reflejado en la foto y se pusiera en contacto conmigo, para, una vez más, darles las gracias por su hospitalidad.

Al final de este vídeo se puede ver la caída de Zulle en la Cobertoria, en 1993.