viernes, 26 de mayo de 2023

El ciclista nocturno

 


Todas las noches de verano daba un paseo en bici hasta la laguna. Me levantaba de la cama cuando mis padres se habían dormido y me deslizaba, sin hacer ruido, a través de la ventana, que luego dejaba semiabierta, esperando mi vuelta. Recogía la vieja bici sin marchas de mi padre y, con el silencio cómplice de la bicicleta, me dejaba caer por la ladera, guiado por el croar de las ranas. Al llegar a la laguna, estas saltaban hacia el agua y con su salto comenzaba el silencio.

Allí me quedaba yo un buen rato, sentado en el puente, absorbiendo con la mirada y el olfato toda la atmósfera nocturna de la laguna. Después del ajetreado día, la noche estrellada era un sinónimo de calma. El silencio solo quedaba interrumpido por algún tímido sonido nocturno, como el cantar de algún mochuelo, o algún jabalí o zorro que se detenían a beber, meciendo a su paso las matas y los juncos. La luna, las estrellas y la última farola del pueblo reflejaban su imagen en el agua, imagen que se contorsionaba con el ligero oleaje provocado por el anterior salto de las ranas, creando un baile de reflejos.

Yo sonreía al imaginar de nuevo a mi padre a la mañana siguiente repitiendo la misma letanía: lo extraño que resultaba que todas las noches, a eso de las once y media, las ranas enmudecieran durante un rato sin saber por qué. Decía que estaba tan acostumbrado a oírlas en la lejanía durante las noches de verano, que cuando callaban se despertaba. Para la mente inconsciente, el equilibrado y distante sonido del croar de las ranas era la armonía, y su ausencia una anomalía que rompía el hábito sonoro.

Podría ir andando a la laguna, pero prefería ir en bicicleta, las cosas se veían diferentes. Llegar a esa velocidad, casi sin control, me daba la sensación de estar tomando la laguna al asalto, a la que luego sometía al yugo de mi mirada, que se perdía entre sus reflejos. Solo el tiempo suficiente para sentir esa paz que me permitía conciliar el sueño en mi cama más tarde.

Además, al ir en bicicleta tenía la sensación de no estar solo, al verla apoyada sobre el cancho, con su manillar también mirando hacia la laguna.

La seguía llamando “la bicicleta de mi padre”, porque fue él quién la compró y quien la usó durante largo, pero de un tiempo a esta parte, el que la usaba, y mucho, era yo. Aprovechaba cualquier momento del día para darme una vuelta, con cualquier excusa, todo por sentir la velocidad del aire corriendo por mi cara, mis brazos y mis piernas.

Al volver de la laguna, sin hacer ruido alguno, dejaba la bicicleta donde la había cogido, entraba por la ventana, me acostaba con una sensación de placidez inigualable y me dormía con una sonrisa, al imaginarme al día siguiente, una vez más, a mi padre diciéndole a mi madre:

- No sé si tu entiendes lo de este chico, con lo temprano que se acuesta y lo tarde que se levanta… pero claro, no me extraña, estará cansado, todo el día danzando por ahí con la bici.