viernes, 13 de enero de 2023

Volver a empezar

 
Ella va también en bicicleta, en la dirección contraria a la mía y, cuando nos cruzamos, siempre hay una mirada de reojo, sus ojos sonríen cómplices en una ciudad en la que no es común el uso de la bicicleta para desplazarse.

No la veo todos los días. Sólo aquellos que voy con un ligero retraso y, que por una razón u otra, voy apresurado por no llegar tarde al trabajo.

Su bicicleta es blanca, una bicicleta baratita, con una cesta floreada colgando del manillar, una de esas bicicletas que te venden por 100 euros en el centro comercial. El casco le da una imagen deportiva más que laboral. En cambio, el chaquetón y los pantalones, más desenfadados, le confieren una innegable imagen de ciclista urbana.

Yo, sin embargo, visto como cualquier peatón, pero en bicicleta: pantalones de pinzas, zapatos negros, chaqueta, camisa sin corbata. En fin, para hacer los cuatro kilómetros y medio que me separan del trabajo (y encima parando cada dos por tres en los semáforos en rojo) no necesito un uniforme de ciclista, pues no me da tiempo a sudar.

Algún día que voy mejor de tiempo, intento ir más despacio para darle a ella tiempo a llegar a la calle donde nos cruzamos. Desde lejos la veo torcer la esquina y enfilar por la que yo vengo. No se me escapa a mí tampoco el gesto que siempre hace ella al girar, levantando la vista y mirando hacia donde debo venir yo, buscando también la referencia de mi bicicleta y mi presencia.

Soy un romántico, no lo puedo evitar. Me entusiasmo simplemente porque una chica me mira de reojo al cruzarme con ella en bicicleta. Esto, en cierto modo, llena el vacío existencial que tengo, pues vengo de una ruptura emocional un tanto traumática. Laura, que así se llamaba la chica, me tenía totalmente poseído, tanto por su belleza, como por su forma de ser y de vestir. Era también ciclista. Habíamos hecho varias rutas juntos y en cada una de ellas habíamos hecho el amor, porque las endorfinas disparadas por el ejercicio nos llevaban apasionadamente a ello. Pero un día, hace escasamente un mes, mientras volvíamos pedaleando juntos de ver una obra de teatro, me dijo que tenía algo que decirme, y me espetó, así, sin anestesia, que teníamos que dejarlo, que ella necesitaba seguir su camino. Cuando me lo dijo, estábamos precisamente llegando al punto en el que yo giraba a la izquierda y ella a la derecha, cada uno a su casa. Nos paramos, la miré consternado, ella me acarició la mejilla, me miró con cierta ternura, me dio un casto beso en el mismo sitio donde me había acariciado, me dijo que lo sentía, montó en su bicicleta y marchó hacia la derecha, hacia su casa, a esa en la que no volvería yo a entrar. Allí me quedé yo sin ser capaz de reaccionar, esperando aún que se diera media vuelta y, como en las películas, se tirara a mis brazos y me dijera que no, que lo había pensado mejor, que no podía vivir sin mí. Pero no: la figura de Laura montada en su bici se fue perdiendo, hasta difuminarse entre el humo del tráfico y la distancia. La de veces que he lamentado no haber intentado de algún modo retenerla, decirle que, por favor, no se fuera así. Pero ahora ya no hay nada que hacer, no responde ni a mis llamadas ni a mis mensajes.

Y aquí estoy ahora intentando conquistar a otra ciclista, simplemente mirándola al cruzarnos, sin ser capaz de tomar más la iniciativa, con mi acostumbrada y endémica timidez.

Hace unos días, cuando levantó la vista hacia mí, estando yo casi a su altura, le sonreí. Se dio cuenta y me devolvió la sonrisa, una sonrisa entre sorprendida y agradecida.

Al día siguiente no la pude apenas ver, pues se cruzó entre nosotros un autobús justo cuando nos encontrábamos.

Luego vino el fin de semana y se acumulan los días sin verla. Verla, mirarla cada mañana, es para mí un momento especial dentro de la monotonía diaria. La diferencia entre empezar bien el día o empezar con la sensación de que falta algo.

Este lunes me he levantado dispuesto a sonreírle abiertamente al cruzarme con ella. Para ello he estado practicando en el espejo, antes de salir, una sonrisa bien dispuesta. Una que no sea muy escandalosa, pero tampoco forzada o distante. Una sonrisa que comunique ese deseo de conocerla, de hablar con ella, de contarnos nuestras experiencias como ciclistas y luego, si surge, algo más.

Ahí viene, de frente hacia mí. Le sonrío con esa sonrisa tan milimétricamente practicada y, cuando ella también sonríe, levanto mi mano y le saludo. En ese momento, al no estar pendiente del firme de la calle, debo pasar por encima de un bache, me desequilibro y me caigo. 
 
Las caídas en bicicleta ocurren tan rápido que no te enteras de lo que está pasando y de pronto te ves en el suelo. Me intento incorporar, pero estoy un poco mareado.
 
   - ¿Estás bien, estás herido? – me pregunta una voz femenina.

La miro y es ella que, preocupada, se agacha y me mira a los ojos.

   - Si, gracias, creo que estoy bien, la única herida es la del orgullo por una caída tan tonta.
 
Veo que ha sacado mi bicicleta de la calle, la ha puesto en la acera y ha dejado su bici sobre la mía. Allí están las dos sobre la fachada, descansando juntas, como abrazándose.

Se ha quitado el casco y por el cuello le cae una preciosa melena pelirroja. Es aún más guapa de lo que ya de por sí me parecía. Me muestra una bellísima sonrisa y me explica que se tiene que ir, porque llega tarde al trabajo. Entonces me acaricia en la mejilla, en un inequívoco gesto de confortar a un herido, pienso. Pero a continuación me da un beso también en la mejilla.

Un viandante se arrodilla también a mi lado y me dice que no me mueva, que él es médico y que le cuente cómo me siento.

La chica se incorpora, levanta su bicicleta, su pedal se le ha enredado en los radios de mi bici, lo sujetan para que no se vaya. Por fin consigue desenredarlo, me deja una última mirada de ternura. Entonces su pie izquierdo se apoya en el pedal del mismo lado, con el derecho toma impulso, se incorpora, se sienta en el sillín y comienza a pedalear.

El viandante médico me tiene sujeto por los hombros y me está preguntando algo sobre si me duele la cabeza. Le echo para un lado, me incorporo, levanto la mano y grito desgarradoramente, ahora sí, hacia la imagen de la ciclista que se empieza a marchar: “¡Por favor, no te vayas!”