Bajo dormido las escaleras, casi sonámbulo. Los lunes, ya lo
dijo alguien, son odiosos. Uno lleva dos días organizándose la vida en torno al
ocio, los amigos, la familia… y de pronto hay que volver a la rutina del sonido
del despertador y todo lo que viene después.
Saco la bicicleta del trastero. Pongo la bolsa en el
transportín. Me pongo las tobilleras reflectantes para que no se me manchen los
bajos de los pantalones al contacto con la cadena de la bici. Pie izquierdo en
el pedal. Impulso con el pie derecho desde el suelo. A continuación pie derecho en
el pedal. Subo y bajo las piernas siguiendo el recorrido que me marcan las
bielas.
La primera sensación al ponerme en marcha es de frío, sólo
un poco, pero algo de frío al darte el aire en la cara y las manos. Pero eso me
sacude, me espabila, me despierta.
El pedaleo activa las endorfinas en mi cuerpo, ésas que,
cuando pedaleas, alguien llamó endorficletas. Comienzo a entrar en ese estado
de euforia que me invade todos los días cuando circulo en bici al trabajo
entre el tráfico.
La bicicleta es un género literario dentro de la movilidad urbana,
es como la poesía de los medios de transporte. Todo el mundo dice que lee
poesía, pero pocos en realidad lo hacen o están dispuestos a hacerlo. Asimismo,
la bicicleta se semeja a la poesía, porque es la belleza en movimiento, un
movimiento grácil que te hace volar alejado del suelo.
Cada vehículo tiene su particularidad. El coche es el icono
de la velocidad, de la
posesión. La moto el de la independencia. El
tren es compartir, conversar, mirarse a la cara, leer, dormitar…
¿Y la bicicleta? La bicicleta es el vehículo de las
emociones. Montas en bicicleta para desplazarte, o para hacer ejercicio, pero en
cualquiera de esos casos la bicicleta genera una serie de emociones que no se sienten
en otros medios de transporte.
Ir en bici ofrece el innegable entretenimiento del devenir
de los paisajes a un ritmo contemplativo. La emoción de dejarse llevar en la
bajada, con su correspondiente adrenalina, seguido de la relajación cuando
viene el llano. La satisfacción tras llegar, por tus propios medios, al alto en una subida. La de
escuchar los sonidos que te rodean, de sentir el aire en el rostro, el frío, el
calor, las tranquilas gotas de lluvia de un día primaveral, los olores de los
lugares por los que pasas…
Montar en bicicleta es un regalo que te haces cada día, una
recompensa en forma de emociones muy sentidas. Montar en bicicleta es una medicina contra la vida moderna.
Las bicicletas no sólo cambian la fisonomía de las calles,
haciéndolas más alegres, silenciosas y humanas. Las bicicletas también tienen
el poder de cambiar a las personas. Convierten al tozudo en condescendiente, al
perverso en comprensivo. Al triste le devuelve la alegría, al amargado la
ilusión, al estresado le regala la calma. Hace paciente al inquieto, llevándole a
disfrutar del momento presente.
La bicicleta pinta de color los paisajes urbanos, convierte
los arbustos en árboles y las moles de granito en formas artísticas. Da
percepción al olfato, acercando los olores a una respiración forzada por el
ejercicio. Sintoniza las manos, el cuerpo y las piernas con la tierra.
Por todo ello no es de extrañar que el trayecto en bici al trabajo no parezca tal, sino un entretenimiento diario que me hace ver las cosas de forma muy distinta.
Por todo ello no es de extrañar que el trayecto en bici al trabajo no parezca tal, sino un entretenimiento diario que me hace ver las cosas de forma muy distinta.
Ese automovilista parece tener prisa. Puede que no sea así,
pero quien sabe, quizás sí la
tiene. Quizás ha tenido algún problema hoy con el coche, o ha
encontrado más tráfico del habitual y va retrasado. Yo no tengo prisa, pues siempre tardo lo mismo ya que los atascos no me afectan, así que le
cedo el paso, señalándole con la mano por dónde debe ir, un tanto alejado de
mí, al adelantarme. Me supera despacio, sorprendido de que alguien en esta
jungla ceda su espacio a cambio de nada. Me sonríe mientras me mira
directamente a la cara, intentando escudriñar en mi rostro de donde sale esa
amabilidad. Quisiera poder explicarle que viene del ejercicio sosegado, del
movimiento de las piernas, de estar y sentirse vivo, pero no puedo explicarle
todas esas cosas. Ir en coche es sinónimo de prisas y de incomunicación con la
gente que te encuentras en el trayecto.
Siempre encuentro sitio para aparcar en la puerta del
trabajo. Es lo que tiene la bicicleta, que es tan pequeña, tan diáfana, tan delgada
y tan adaptable al entorno.
Me miro en el cristal de la puerta de entrada al edificio,
todo el mundo lo hace para ver la cara con la que entra al trabajo: Estoy sonriendo.
No hay un motivo aparente, pero estoy sonriendo. Miro a mi alrededor, a la
gente que entra al tiempo que yo, con la tarjeta identificativa en la mano,
dispuestos a fichar en los tornos de entrada. Pero nadie sonríe. Me obligo a
ponerme un poco más serio, porque me van a mirar raro. Sin embargo, la alegría
la llevo dentro, está residente en mi mente, en mi cuerpo, en mi actitud.
Subiendo las escaleras me encuentro un compañero y le
pregunto que tal está. “De lunes”, me contesta con cara de resignación,
anteponiendo que el día será malo, que un lunes es un castigo. “Deberías venir
en bici al trabajo”, le suelto mientras abandono las escaleras y me quedo en mi
planta, con la sonrisa puesta y dispuesto a afrontar un maravilloso día de sábado, perdón, de lunes.