martes, 5 de marzo de 2024

París-Brest-París 2007, el año de la lluvia y el viento

 


En estos días me estoy encontrando referencias múltiples sobre lo dura que fue la París Brest París (PBP) de 2007. Personas que han sido entrevistadas últimamente lo han destacado especialmente. Y luego, al leer el resumen de la historia de la prueba en la página de los ciclistas de larga distancia estadounidenses https://rusa.org/pages/PBP-short-history me encuentro con este párrafo que traduzco:

“La PBP de 2007 se destacó por tener un clima atroz durante la mayor parte de la ruta y muchos de los supervivientes regresaron a St. Quentin-en-Yvelines en un estado físico alarmante. La tasa de abandonos en 2007 se disparó a aproximadamente el 30%, pero considerando las pésimas condiciones climáticas que soportaron los ciclistas, parece bastante baja en retrospectiva. En un deporte que celebra la determinación y la audacia, la PBP de 2007 es legendaria. No es sorprendente que cualquier finalista de ese evento épico reciba una admiración adicional por parte de otros randonneurs.”

Un representante danés en la zona de depósito de bicicletas


Resulta que esa fue mi primera PBP, de hecho, mi primera super brevet. ¡Vaya forma de iniciarse en la larga distancia! Hace 17 años de esa ruta ya, por lo que los recuerdos se van diluyendo. Por suerte, publiqué una crónica de la prueba en la extinta página amigosdelciclismo.com. Al cerrarse la página, se había perdido la crónica, por lo que he recuperado el texto de mi ordenador, para que pueda volver a salir a la luz, porque por lo visto esa PBP es como las monedas de poca tirada, que con el tiempo están cogiendo más valor. Aquí va:

Imagen de las flechas de ida y vuelta para señalizar el recorrido. Tenían colores diferentes para no llevar a la confusión.


Antes de la PBP

Había sido un intenso año de preparación para la Paris-Brest-Paris (PBP), la ciclomaratón más popular del mundo que se celebra cada cuatro años como si fuera una fiesta cuatrienal. Además de las pruebas preparatorias y clasificatorias para poder participar en la PBP (200, 300, 400 y 600 kilómetros), había hecho algunas otras rutas, para intentar que la preparación fuera lo menos aburrida y lo más adecuada posible.

Incluso me hice parte del desplazamiento a la salida de Paris en bicicleta, concretamente desde mi casa hasta más allá de los Pirineos, rememorando a aquellos randonneurs españoles de principio del siglo XX, que salían en bicicleta varios días antes para participar en las pruebas galas, pues no tenían quien los llevara.

Muy importante ver bien de noche en la PBP.


Todo preparación era poca para una ciclomaratón que merece los mayores calificativos por su dureza: Más de 1200 kilómetros que deben hacerse en menos de 90 horas en el que tu te gestionas las horas de pedaleo, descanso o sueño, teniendo que pasar una serie de controles horarios durante el recorrido, incluidos algunos secretos para que no haya lugar a la trampa; terreno ondulante, muy rompepiernas; abandonado a tu suerte excepto cada aproximadamente 100 kilómetros que tenías la posibilidad de apoyo y asistencia (precisamente en los controles), pero nada entre medias: tú te arreglas tus averías, llevas tu comida, lo que necesitas, regresas por tus medios si ves que no puedes continuar… De ese modo, el aspecto de los “randonneurs” o “rodadores” es una extraña mezcla entre los antiguos randonneurs del siglo pasado, con sus luces en la bici y en la cabeza, cuales mineros, sus bolsas delanteras y traseras, sus alforjas, sus guardabarros (y hasta algunos sus patas de cabra), sus caras desencajadas por la fatiga y el sueño, su falta absoluta de vergüenza para echarse a dormir en los sitios más insospechados (cuneta, hierba, pajar, esquina de un bar, bajo la mesa de un restaurante, en todos lados aparecían randonneurs durmiendo a pierna suelta para recuperar un poco las fuerzas), su suciedad acumulada durante horas y a veces días, todo ello mezclado con las nuevas máquinas, más sofisticadas, con la indumentaria más moderna, con el goretex y en fin, la nueva tecnología que ayude a hacer menos sufrido el esfuerzo.

Placa del cuadro en la Paris-Brest-Paris junto a un útil reflectante


La salida

Al llegar a la puerta del Polideportivo de los Derechos del Hombre, en Goyancourt, de donde salía la PBP, nos encontramos un gentío ya esperando, pese a que faltaban unas tres horas para la salida. Hay ambiente de nervios por la prueba y por las previsiones meteorológicas, que no son nada halagüeñas, pero sobre todo de expectación por empezar a pedalear, por empezar a devorar kilómetros.

El gentío agolpado en la salida

Un cielo cobrizo amenazaba lluvia a los miles de ciclistas venidos de todos los rincones del planeta. En el lado europeo predominaban los franceses, pues jugaban en casa, además de los alemanes, británicos, italianos, españoles y daneses, por este orden. De otros continentes, lo que más se ve son estadounidenses, australianos, canadienses y japoneses. Parece increíble la cantidad de gente de países tan variopintos que mueve esta ruta organizada por el Audax Club Parisien. Los más inquietos parecen los japoneses, que no paran de hacer fotos, observar cada detalle y escudriñar el cielo.

Inquietud en la salida. Al fondo los nubarrones que anunciaban lo que nos iba a caer


La edad media tampoco es muy baja que digamos. A mis 44 años, casi me puedo considerar un pipiolo ante las canas que se advierten bajo los cascos, pues la media está en los 50 años.

Tras la larga espera en la que los ciclistas nos entreteníamos haciendo la ola, pasamos el control de las luces, de la bicicleta y de la casulla o peto reflectante. Mi bici pasa el control, aunque el controlador se queda mirando tanto los peculiares radios de mi rueda, como el más peculiar guardabarros casero que lleva mi bici, uno improvisado, fabricado por Josu, hecho a partir de una botella de plástico cortada por la mitad y acoplada al transportín trasero. Ingeniería de la reutilización. Aunque estamos metidos en esta élite de rodadores, aún se nota que somos de Pedalibre: cutres pero eficaces.

Guardabarros improvisado reutilizando una botella de plástico, obra de Josu Diaz

Mi bici de carbono multidireccional no causó sensación alguna. Allí las bicis que causaban sensación eran las más antiguas, las que parecían sacadas por arte de magia de una de esas viejas fotos color sepia en las que un señor con bigote daliniano, gorra de esparto y piernas de acero la sujeta orgulloso del manillar sobre un fondo onírico. También causaban sensación las de piñón fijo, que increíblemente las había pese a lo escarpado del terreno. Tampoco pasaban desapercibidas las reclinadas, los tandems, los artilugios en forma de huevo aerodinámico y otras lindezas que habían salido un rato antes que los de las bicis “normales”.

Bici clásica en la PBP


St. Quentin en Ivelynes- Mortagne au Perche (km. 140)

A las 22,30 del lunes día 20 de agosto nos dan la salida a los de mi grupo. El presidente de la república francesa en diferido, nada menos, unas cuantas arengas sobre seguridad y comportamiento cívico, una cuenta atrás y finalmente un chupinazo indican que puedes empezar a dar pedales.

Con el chupinazo comenzó también la lluvia, como si la explosión hubiera abierto un agujero entre las nubes. No era un buen augurio, pero al menos sirvió para que la gente no saliera muy escopetada por miedo a resbalar y se pudiera rodar de salida a un ritmo más humano que el que me habían advertido que normalmente se imponía. Ya era totalmente de noche, así que se veía una amplia estela de luces rojas de frente que sólo había que seguir.

El grupo de la ya típica convivencia madrileño-salmantina habíamos salido juntos. Ambos pertenecemos a grupos de ConBici (Josu y yo a Pedalibre; José, Paco y Ramón a Amigos de la Bici de Salamanca), pero esto de la PBP, aunque algo, tiene poco que ver con la filosofía de ConBici, del cicloturismo sin prisas y de la bici como medio de transporte. Esto es otra cosa.

Después de un momento incluso dejó de llover y todo se veía de color de rosa. Montones de personas animando al paso de los ciclistas, sensaciones vívidas de estar metido en algo muy especial, en algo que sólo se hace cada cuatro años y de lo que vienes oyendo hablar desde hace tiempo, y ahora tú eres parte de todo ello. En las hondonadas, cuando has bajado y vas a comenzar a subir, se veían por delante centenas de metros de silenciosas luces rojas brillando en la oscuridad y, si mirabas hacia detrás, otras tantas luces blancas. Nunca había visto nada igual, me impresionó muchísimo.

La estela fosforescente del pelotón en la noche


Como ya me habían avisado, Francia no es tan llana como dicen, es un continuo sube y baja de lo más incómodo. Donde yo vivo, si subes, subes durante un buen rato, y si bajas, bajas durante otro buen rato, pero aquí las subidas y bajadas son cortas, de desniveles diferentes y no te dejan coger un ritmo, cambiándotelo continuamente, algo a lo que algunos no estamos acostumbrados y a nuestro cuerpo le pilló un tanto desprevenido.

En cada cruce había una flecha que te indicaba la dirección y en algunos cruces más conflictivos había personal indicando, en ocasiones improvisados vecinos del pueblo por el que se pasaba, aunque fueran las tantas de la noche. A veces no había nadie, no tenían obligación de ello. Generalmente te fiabas de los que iban delante, pero no dejabas de mirar las flechas, por si acaso los de adelante se hubieran confundido y nos llevaban al resto a la perdición.

Un rato antes de llegar a Mortagne au Perche comenzó a llover con insistencia y no lo dejó hasta unas tres horas más tarde, ya amaneciendo. En Mortagne los nuevos andábamos desorientados, no había que sellar a la ida (si a la vuelta), pero estaba el pabellón tan lleno de gente que entramos por si era un control secreto. En realidad, la gente se estaba refugiando de la lluvia, en espera de que lo pudiera dejar, pero no paró. El viento era del oeste, o sea de borrasca, o sea en contra, a trozos bastante fuerte y desagradable. Eso nos dejaba totalmente calados y fríos.

El ratio de mujeres era bastante alto para lo que se suele ver en las pruebas ciclistas

Mortagne au Perche-Villaines la Juhel (km. 222)

Como siempre ocurre al llover, la sensación de humedad te hacía olvidar que tenías que beber y había que recordárselo al cuerpo y a la mente de vez en vez. La oscuridad era absoluta durante la lluvia nocturna, pues la luna y las estrellas estaban tapadas por las nubes. El agua me caía en las gafas (de las nubes y de lo que salpicaban las bicicletas) y me dificultaba aún más la visión, no veía casi nada pese a las potentes luces blancas frontales que llevábamos. Para mí la única solución era seguir las luces rojas que iban enfrente y confiar en no pillar un bache de importancia, porque podía irme al suelo. Tuve suerte, pues baches los había, y muchos, en la carretera de salida de Mortagne.

Casi estábamos deseando subir, pues bajando el cuerpo se quedaba frío y no daba tiempo a ver por donde se circulaba. El casco me estaba haciendo más perjuicio que beneficio, porque su ínfima visera no servía para quitar la lluvia, mojándoseme más las gafas e incrementando la posibilidad de caída. Al llegar al próximo control, en Villaines, me puse la gorra con visera, que me permitió ver mucho mejor, me hizo sentir más seguro y avanzar con más decisión.

Tampoco podías seguir a otros ciclistas para que te quitaran el viento, pues te echaban unas cantidades insoportables de agua en la cara y el cuerpo. No todos llevaban guardabarros y esos estábamos muy codiciados.

Hubo un momento en el que la lluvia era tan fuerte y la riada que venía por la carretera abajo tan enorme, que pensé que la prueba se iba a suspender. Las noticias en los días anteriores sobre inundaciones en Europa me hacían pensar que estábamos ante un episodio de ese tipo y que en el siguiente control nos iban a decir que nos fuéramos para casa. Pero no fue así.

En Fresnay sur Sarthe (195 kms) paramos Paco, Ramón y yo a tomar un café (Josu y José siguieron camino), estaba amaneciendo y éramos los primeros clientes de un sonriente camarero que sabía que esos días iba a hacer caja. En el servicio me desnudé y escurrí la ropa que llevaba puesta: salía agua como si la acabara de sacar de una lavadora con el centrifugado estropeado. Me quité, solo momentáneamente, unos cuantos kilos al escurrir toda esa pesada agua.

Villaines la Juhel-Fougeres (km. 310)

Juan, calado hasta la médula, a falta de “sólo” 1002 kms. para la llegada


En Villaines la juhel (222 kms) pasamos un control y vimos por primera vez en ruta a los compañeros del apoyo. Estos sólo nos podían apoyar en los controles, en el resto del recorrido tenían prohibido el acceso y si les pillaban nos supondría a nosotros una penalización de tiempo importante.

Edu había abandonado, no se encontró bien y lo dejó. Había salido antes que nosotros, para realizar la ruta de 80 horas. Nos acompañó hasta el siguiente control en bici, ya liberado de tener que llegar a una determinada hora.

El apoyo nos había preparado un desayuno. Me lo tomé con auténtica voracidad. Me cambié algo de ropa seca, aunque no me serviría de mucho, porque siguió lloviendo intermitentemente.

Me cuentan que está haciendo la ruta el lehendakari Ibarretxe, junto a dos escoltas. Yo no le llego a ver en toda la ruta, pero otros compañeros sí, y dicen que va a un ritmo muy bueno, muy regular. Según dicen, Ibarretxe no es especialmente abierto, pero sin embargo habla con amabilidad a todo el que le dirige la palabra. Más tarde bromeamos acerca de lo mal pagado que debe estar el trabajo de los escoltas, porque no hay dinero que pague lo que aquí se está pasando con esta climatología tan adversa.

Fougeres-Tinteniac (km. 364)

Control en Fougeres. En los controles, una persona te pasa la tarjeta magnética por un lector y la información queda reflejada de inmediato en internet, de este modo tus amigos y familiares pueden seguir tu devenir al momento. También te sellan en el cuaderno de ruta, especificando la hora de paso.

Reponiendo fuerzas en Fougeres, bajo una parada de autobús


Es la hora de comer, y el apoyo ha montado el tenderete bajo una parada urbana de autobús, para evitar la lluvia. Allí comemos, cogemos avituallamiento líquido y sólido para llevar y nos disponemos a hacer los 140 kilómetros que restan hasta Loudeac (km. 450), para dormir allí, con un control intermedio en Tinteniac. El plan inicial era haber llegado hasta Carhaix (km. 525) a dormir, pero la lluvia y sobre todo el viento de cara nos están frenando y eso significará que a partir de Loudeac iremos con la hora muy justa, pues si no pasas un control a la hora prefijada, no te homologan la ruta.

Los más veteranos de la prueba te cuentan que no han visto una PBP con una climatología tan nefasta como esta, así que nos ha tocado estrenarnos en unas condiciones nada amables. Esto me lo cuentan incluso personas de otros países con los que hablo y que han participado en otras ediciones. Ellos hablan mucho de los años de calor, a lo que son muy sensibles, pero era otro tipo de padecimiento, no había esta mezcla de viento y lluvia que te frenaba.

Tinteniac-Loudeac (km. 450)

En este tramo intento pegarme a algún grupo que vaya a un ritmo majete. No me veo muy mal pese a los kilómetros que llevo, estoy comiendo bien, bebiendo mejor y estirando los músculos siempre que puedo. Voy durante un rato con un grupo de daneses a los que paso también algún relevo, para que no se diga. El caso es que en las subidas un poco más exigentes ralentizan mucho el ritmo, demasiado para mí, que decido tirar hacia adelante. Esto es algo muy común, es difícil pillar un grupo que sea el que realmente te conviene. Unos porque van demasiado ligeros, otros porque van a tirones, otros porque van muy lentos, otros porque se duermen en las subidas. Y los continuos cambios de orografía tampoco permiten que los grupos permanezcan unidos y se pueda hacer causa común durante mucho tiempo.

Uno de los pocos momentos que no llovió, aunque al fondo ya se veía el cielo gris oscuro-negro

Más adelante encuentro a Josu, que iba por delante. No le veo muy fino, sobre todo no le veo con la euforia que suele llevar cuando va en bici y eso me escama. Le paso relevos, pero aunque no fuerzo, se me queda. Algo le pasa, este no es el Josu que yo conozco. Intento ir con él, para que no se sienta solo, pero veo que no va cómodo tampoco así, que necesita llevar su propio ritmo.

A 10 kilómetros de Loudeac vemos los primeros ciclistas que ya están de vuelta, o sea que llevan, los muy brutos, unos 785 kms. mientras yo llevo 440. Son gente que se van a hacer la PBP de un tirón, sin dormir ni una sola vez, como los pioneros. Pero claro, hay que tener piernas y energía para eso.

Tras sellar, vamos al camping de Loudeac, donde vemos a Antonio que ha abandonado, cansado de ir solo en su lucha por hacerlo en 80 horas, de luchar contra los elementos y encima yendo muy justo para llegar a los controles. Los dos compañeros que se apuntaron para hacer la prueba en 80 horas han tenido que abandonar. Parece que este no era el año para intentar esa gesta.

Mientras cenamos nos cuentan que nuestros amigos salmantinos del tándem tampoco van finos, que tienen problemas físicos. Josu dice que no le ve sentido a seguir en ruta. El desánimo cunde. Está lloviendo, la ropa está húmeda, uno se queda frío al quedarse parado, las tiendas de campaña están húmedas también por dentro, porque el camping es un lodazal inundado por dos dedos de agua y la lluvia se mete por todos lados. Ramón el salmantino tiene el gesto torcido, parece estar sufriendo lo indecible, aunque en su vocabulario aún no aparece la palabra abandono.

Yo no tengo intención alguna de abandonar por el momento. Las piernas aún las tengo bien, pues no he abusado de desarrollo en ningún momento, el cuerpo me responde, tengo hambre a la hora de comer (señal inmejorable de que la pájara anda aún lejos), y he usado mucho tiempo durante el año para estar aquí como para abandonar a las primeras de cambio. Hay que seguir intentándolo. A Josu le convencemos para que siga también, o al menos para que no tome decisión alguna aún, hasta el día siguiente, para que vea como está después de dormir.

Loudeac-Carhaix (km. 525)

Después de 26 horas de pedaleo y más de 40 horas sin dormir, sólo tenemos ocasión de conciliar el sueño durante cuatro horas, pues tenemos que sellar en el control de Carhaix antes de las 10,25 del miércoles y nos separan 75 kilómetros. Sin embargo, parece mentira lo que esas cuatro horas de sueño reponen, pues nos sentimos fuertes como toros y salimos muy enteros, en un tramo mañanero que llueve con menos fuerza y que permite disfrutar del pedaleo, pese a un buen número de cuestas de importancia. Eso si, los huesos un poco entumecidos por la humedad del suelo de la tienda y del saco de dormir. Todo está húmedo. El asfalto también.

Un buen maletín delantero te puede evitar pérdidas de tiempo en más de una ocasión


Cuando salimos a las 6 de la mañana, pensamos que vamos a ir casi solos, pero estamos confundidos, hay ciclistas por todos lados: por delante, por detrás, ciclistas que nos pasan, ciclistas a los que pasamos, muchos ciclistas que vuelven ya. Josu se vuelve a reencontrar y se nos escapa por delante.

En Corlay (km. 490) tenemos un control secreto que la organización tiene preparado. En ese momento está chispeando, así que se agradece entrar durante un momento en un sitio seco, pero también es cierto que vamos pensando en llegar a tiempo a Carhaix, así que no sienta bien esta pérdida de tiempo. De todos modos, tiene uno la sensación de que a medida que pasaban los kilómetros, la lluvia cada vez importaba menos. Indudablemente seguía siendo molesta, no te dejaba ver bien, te hacía tomar más precauciones y por ello a ir más despacio, no te permitía seguir a rueda de otros ciclistas, pero quiero decir que cada vez importaba menos porque a base de notarla caer durante tanto tiempo, uno se acostumbraba a llevarla puesta, a ir mojado y a tener que pedalear como método de quitarse el frío.

Mucho peor era el viento que, aunque no soplaba siempre con la misma intensidad, hacía más duro el avanzar. De ese modo, un llano te suponía un esfuerzo similar al de una ligera subida, y en las bajadas sin mucha pendiente, había que pedalear con cierta intensidad para alcanzar la sensación de que estabas bajando. Todo eso, lógicamente, iba minando las cada vez más escasas reservas de energía.

A unos 40 kilómetros de Carhaix nos pasan José y Paco como una exhalación a Ramón y a mí, diciéndonos que apretemos, que vamos en tiempos para entrar fuera de control. No es esa la sensación que tengo yo, así que vuelvo a mirar la hora y los kilómetros que nos faltan y veo que no, que vamos bien, con una cama de media hora, así que se lo digo a Ramón que se queda también tranquilo el hombre. No estoy dispuesto a pegarme ningún exceso apretando el ritmo más de lo necesario, tengo un respeto, por no decir miedo, enorme a esta prueba y guardo la secreta sensación de que toda fuerza malgastada me puede pasar factura más adelante. Por lo tanto, continúo con mi ritmo cansino pero constante en pos del control de Carhaix. Para una prueba de la calidad y del esfuerzo de la PBP es imprescindible ir cómodo en todo momento con el ritmo que llevas, a veces incluso a costa de no ir durante un tramo con tus propios compañeros. Cada detalle que te permita ahorrar fuerzas o avanzar a gusto con el uso imprescindible de las tuyas, tiene que ser usado y aprovechado en pos de conseguir acabar la prueba en el tiempo previsto.

Carhaix-Brest (Km. 615)

Llegamos con la prevista media hora antes del cierre de control a Carhaix y partimos hacia Brest, tramo que hago sin compañeros, pues unos van por delante y otros por detrás. Entablo conversación en inglés con un ciclista francés de Toulouse, que también ha perdido a sus compañeros, dice que por haberse quedado dormido más de la cuenta, y se nos pasa sin darnos cuenta la mitad del recorrido a Brest con la charla. Hablamos de sensaciones, de experiencias, de como resulta ir en bici por un país y el otro, de la práctica ausencia de arcenes en las carreteras francesas, de las pruebas que hay en España y de las que hay en Francia, también saco yo el tema del ciclismo urbano, de la reglamentación ciclista, la comparamos, la estudiamos. El caso es que el tiempo se nos pasa volando.

Dos representantes nipones

Esto de hablar de vez en cuando con el resto de los ciclistas lo considero algo primordial. En primer lugar, porque es enriquecedor conocer las opiniones y costumbres de ciclistas de otros países y culturas. En segundo lugar, porque uno de los peores riesgos que le veo a esta prueba es el aburrimiento, que te puede llevar a la apatía, de ahí a la negatividad y de ésta al abandono. Pero claro, para ello es necesario conocer idiomas. Con el inglés te puedes entender con la mayoría de los no franceses y con algunos franceses. El francés es, lógicamente, interesante para hablarlo con los ciclistas del país y con los voluntarios y otros personajes del mundillo de esta prueba.

No llueve apenas en este tramo e incluso sale el sol tímidamente de vez en cuando, eso anima mucho y te hace darte cuenta de lo fantástico que debe ser hacer esta prueba con una climatología más favorable. Si a eso se le une que se circulaba rodeado de bosques, no era raro que echara de menos mi cámara de fotos en esos tramos, para haber podido reflejar todo lo que estaba viendo, pero la tuve que dejar con los del apoyo, por miedo a que se mojara.

La llegada a Brest es preciosa, con las vistas del puente de la ría que desemboca al mar, y la bahía. Eso sí, con un aire que sigue pegando en contra o lateral, generalmente muy fuerte. La cuesta arriba de llegada al control de Brest es de las buenas, con un desnivel fuerte, pero me la subo cómodo, sin forzar.

Juan a su llegada a Brest. Semblante serio, cansado, pero satisfecho.


Al llegar al control de Brest no puedo evitar hacer comparaciones. El tramo Paris-Brest que he hecho es una distancia similar a la que hay desde Madrid a Barcelona, y lo he hecho en un periodo de tiempo relativamente corto. Esto me hace sentir la magia de la bicicleta, el tremendo poder que tiene como medio de transporte también para distancias largas.

Devoramos la comida, repitiendo plato para coger la mayor cantidad de energía posible. Josu nos cuenta su insólita conversación con el lehendakari durante este último tramo y nos reímos un rato. El ambiente de la comida es extraordinario y la moral está alta. El sol está calentando, secando nuestro cuerpo y nuestra ropa, al menos por el momento.

Reponiendo fuerzas en Brest. Juan muestra su inseparable credencial, compuesta de tarjeta magnética, cuaderno de sellaje manual de control y ruta de localidades de paso.


Brest-Carhaix (km.700)

Salimos esperando encontrar a favor el viento que hemos llevado en contra durante toda la ida. Así es en ocasiones, y se nota, pero a veces rola a norteño, o sea frío y lateral, que también nos dificulta avanzar.

Psicológicamente es gratificante empezar a “volver”, ya parece que todo es restar en vez de sumar como hasta ahora. Además, pasas por lugares que reconoces de cuando has ido hacia Brest y que el terreno te resulte familiar también ayuda.

Se ven cosas muy peculiares en ruta. Algunas muy duras, como gente parada en las cunetas, apoyados en sus bicis, medio mareados o medio dormidos; gente que al llegar a los controles no sabe ni para donde ir, como zombies, andando con dificultad y con la cara desencajada. Durante la ruta les conté a mis compañeros lo que me había impresionado ver así a la gente, y uno de ellos me dijo: “bueno, deberías verte tu mismo” (glups). También ciclistas dormidos en sitios inverosímiles: encima de la hierba mojada, sobre un bordillo, una postura casi de equilibrista sentado en su bici y con la cabeza apoyada en una farola… Pero sí, quizás debería hablar de mi mismo. No recuerdo haberme visto tan al límite como otras personas que observé, pero si recuerdo algunas escenas, como cuando tuve que recibir la ayuda de los controladores en una ocasión para sacar el carné de ruta y la tarjeta de mi bolsa de credenciales, porque me costaba mover los dedos por la humedad y el frío. También recuerdo los últimos días escenas patéticas al bajarme de la bici, pues parecía tan acoplado a ella, que al bajarme parecía que me iba a caer al suelo. Y luego está lo del último día y mis gafas, pero eso vendrá después...

Dos tandem reposando en una parada para el café

Llegando a Carhaix empieza a llover de nuevo, para no dejarlo en toda la noche. Allí nos enteramos que Gene y Juanal, los compañeros salmantinos que estaban haciendo la ruta en tándem, han abandonado. La lista de abandonos es ya grande en las filas salmantino-madrileñas, pero los de 90 horas seguimos, por el momento, todos en liza.

Carhaix-Loudeac (km. 775)

Desde el control de Carhaix les contamos por teléfono a los del apoyo que no sabemos donde está Josu, que creemos que está por detrás, pero que no estamos seguros. Ramón dormita sobre una mesa, yo intento poner en orden mis ideas y estirar un poco las piernas, que me empiezan a doler por primera vez en la ruta. José inquieto, pues ya se estaba quedando frío. El apoyo nos cuenta que no esperemos a Josu, que sigamos. No sabemos como interpretarlo, si es que Josu ya está por delante o si ha abandonado. Luego sabremos que llegaría unas dos horas después que nosotros a Loudeac, destrozado, con múltiples problemas físicos, donde abandonaría.

Al salir de Carhaix sigue lloviendo. El tramo Carhaix-Loudeac es de los peores que recuerdo de la ruta. No dejó de llover durante toda la noche, el desnivel era un continuo sube y baja que había que ir adivinando según las piernas te dictaban, porque al ser de noche la vista no te permitía ir definiendo las marchas a utilizar en razón del perfil visual.

Algunos tramos del paisaje eran bonitos, aunque no hubo mucha ocasión de disfrutarlo

Ramón y yo nos quedamos solos y decidimos unirnos a un grupo muy numeroso de luces blancas y rojas (no se veían caras ni bicicletas a esas horas y con esa lluvia, sólo luces) comandados por un grupo joven de ciclistas vascos con los que hicimos buenas migas. El ritmo era fácil de seguir y nos iba bien, porque faltaban aún muchos kilómetros para acabar el día, estaba lloviendo y eso lo hacía más duro, podíamos perdernos y era mejor ir con un grupo numeroso y, sobre todo, la PBP no acababa ese día, no podíamos permitirnos llegar desfondados por la noche si queríamos salir con ganas de seguir al día siguiente. Por lo tanto, nos amoldamos al ritmo del grupo cabecero, pero a una marcha asumible. Aún así se nos acabó haciendo duro por la lluvia, por el terreno y por el cansancio acumulado.

Llegamos al camping de Loudeac a eso de la 1,30 de la madrugada y nos duchamos. Me resultaba extraño ducharme con lo húmedo que estaba de toda la lluvia que nos había caído, de hecho, tenía los pies blancos y arrugados, pero lo cierto es que el agua caliente le sentaba bien al cuerpo. Dimos cuenta de una pequeña cena y a la misma tienda de campaña húmeda del día anterior, que parece que hubieran pasado varios días y en realidad habían pasado sólo 24 horas. Pese a la humedad, dormí profundamente, aunque sólo dos horas y media, pues de nuevo había que salir temprano para llegar a sellar a las 12 a Tinteniac.

Loudeac-Tinteniac (km. 860)

El jueves era primordial para acabar la París-Brest. Si llegábamos por la noche a una hora prudente a Mortagne au Perche, el viernes podía ser un paseo triunfal de entrada a París. La idea era llegar a Mortagne a eso de la 1 de la madrugada como máximo… pero aún tenían que pasar muchas cosas. Eran “sólo” 310 kilómetros a realizar en el día. El sueño había sido reparador, pero las piernas ya dolían de verdad y el tiempo seguía sin acompañar.

El tramo hasta Tinteniac se hizo bastante bien, dado que estábamos con la frescura del descanso, acompañados buena parte del tiempo de un grupo numeroso, que iba a un ritmo bastante constante.

Los siempre llamativos tándem

Poco rato después pasamos un nuevo control secreto en el que sólo paramos lo imprescindible, llegando a Tinteniac poco antes de las 12 de la mañana. La mañana está muy plomiza, con aire lateral del norte y chispeando de vez en cuando.

En Tinteniac se rumorea que pueden ampliar el margen de llegada a París a una o dos horas, debido al terrible estado del tiempo durante toda la ruta. Le pregunto a un controlador y me suelta tajante que a él no le han dicho nada, así que prefiero ignorar este y otros rumores y seguir con el plan previsto.

Tinteniac-Fougeres (km. 917)

Son sólo 56 kilómetros hasta el próximo control, así que los afrontamos con ganas, yendo a una velocidad aceptable.

Durante unos cuantos kilómetros lidero un numeroso grupo, mientras rodamos a un ritmo ligero para estas alturas. Me acompaña en paralelo un gallego residente en Mallorca, con el que ya he coincidido varias veces en la ruta. El hombre anda un poco mosca con sus compañeros de hazaña por no sé que razón, así que agradece un rato de charla para olvidarse de los malos rollos. Tuvo una avería que solucionó comprando una rueda nueva, por lo que anda retrasado con respecto a como querría ir. Ya en un par de ocasiones me dijo que no veía claro que pudiera llegar a los controles y en ambos casos le tranquilicé explicándole que, según mis cuentas, y salvo percances, estábamos en los tiempos. Hablando descubrimos que había leído mi crónica sobre mi ruta cicloturista a Cuba en amigosdelciclismo.com y tenemos una charla agradable que termina cuando se me sale la cadena en un repecho y él continúa pedaleando.

A medida que avanzaba la prueba se incrementaban los gestos de solidaridad. El ambiente que tiene la prueba es algo que te mantiene vivo. Toda esa gente animando, toda esa gente colaborando, las múltiples mesas al borde del camino con gente ofreciéndote café, chocolate caliente, lo que tienen más a mano. Todo eso te emociona, te hace sentirte más fuerte y obligado a responderles con tu pedaleo y, cuando menos, con tu sonrisa.

En los lugares más insospechados había gente animando y aplaudiendo

Lo cierto es que al principio de la ruta respondía ante los halagos y aplausos con un saludo con la mano, un “merci” y una sonrisa. Más adelante, cuando el cansancio empezó a hacer mella, la mano se quedaba en el manillar y sólo decía un tibio “merci” y una sonrisa siempre sincera. El tercer día ya me ahorraba también el “merci”, pero siempre, siempre tuve al menos una sonrisa, que espero no pareciera muy forzada, para esa gente que te animaba y ayudaba de forma tan desinteresada.

Fougeres-Villaines la Juhel ( km. 1003)

Llegamos a Fougueres a eso de las 3 de la tarde del jueves. Comida de nuevo bajo la misma parada de autobús, que nos protege de la lluvia que sigue cayendo. Yo como con ganas y abundancia y estoy deseando salir para no llegar muy tarde.

Me cuentan que por la tarde tenemos que hacer 170 kms. y me asusto. Cuando yo salgo a hacer desde mi casa 170 kms. me parece una distancia respetable para hacer en un día y necesito un buen número de horas para acometerlo. Ahora tengo que hacerlo en una tarde, con una paliza de más de 900 kilómetros en el cuerpo, mojado, la salida es cuesta arriba y además habiendo hecho ya ese mismo día unos 140 kms. Es uno de los momentos mentales más frágiles de mi PBP. Tengo que echar mano de toda mi parafernalia de pensamientos positivos. Pensar sólo en el próximo control, el de Villaines, no en el total. Pensar sólo en pedalear, comer, beber, pensar que sólo quedaba un día, en mirar el paisaje, fijarme en las bicicletas de los otros ciclistas, en su indumentaria, charlar con algunos de ellos, etc.

Cuando llevas la cabeza torcida yendo en bici, es que algo va mal


La mente es muy importante en esos momentos. Son tantas horas encima de la bici que te da para pensar muchas cosas y si dejas que el mono loco de la mente se vaya por donde quiera, en seguida lo vas a empezar a ver todo muy negativo, así que había que estar continuamente contradiciendo las malas sensaciones. Ante el “que frío hace” el “pedaleando voy calentito”. Ante el “cuanto llueve” el “ha llovido tanto que seguro que ya lo deja y además, pese a la lluvia, aquí estoy”. Ante el “vaya cuesta arriba se nos viene encima” el “luego vendrá una cuesta abajo” Así todo el rato, una lucha contra el tiempo, contra los elementos y, además, una lucha continua contra tu propia mente.

En cuanto al físico, todo se limitaba a pedalear con plato pequeño y cadencia alta en las subidas más fuertes, plato mediano en el llano y dejarse caer en las bajadas, aprovechando para hacer algún estiramiento, tanto en las piernas como los lumbares, los brazos y la espalda. El plato grande (llevaba triple plato), no recuerdo haberlo puesto en los dos últimos días de la prueba.

Así se me pasaron muy bien los kilómetros y fui cogiendo ritmo. Más adelante alcanzo a Paco, que va despacio, me cuenta que no va muy fino, que no le entra muy bien la comida, que le duele el talón y no sé cuantas cosas más. El hombre está quejoso, no se siente bien. Vamos juntos hasta Villaines, donde nos alcanza Ramón.

Paco empapado en agua, recién llegado a Fougeres, a la vuelta. Usar gafas era un mal asunto, porque el agua las mojaba y no permitía una visión segura.


Villaines la Juhel-Mortagne au Perche (km. 1085)

Llegamos al control de Villaines con lluvia y salimos con lluvia. Nos tememos lo peor: otra noche lluviosa como la anterior, pero ahora nos quedan más kilómetros y es más tarde. Paco nos conmina a que vayamos juntos, que la noche es dura y que estando juntos puede ser más llevadero.

Este tramo se me hizo eterno y para mí lo más duro de la PBP. Seguramente acusamos las paradas y los momentos que uno mismo podría haber seguido pedaleando. Yo paraba más que el resto a orinar y el resto hacían largas paradas para tomar café que yo no hubiera hecho. Recuerdo una parada en el mismo bar en que nos detuvimos a la ida, en la que Paco tomaba un café y Ramón se echó a dormir en una escalera, que yo no hacía nada y me estaba quedando frío. Es discutible si es más eficaz ir en equipo o a tu propio ritmo en una prueba como esta, creo que depende mucho de los momentos y, en definitiva, pienso que, si al final lo acabamos todos, seguramente hay que darlo por bueno.

En esta parada del bar que acabo de comentar, recuerdo una escena de la que ahora me río al imaginármelo, pero que en el fondo es patética. Saqué un sándwich de los que nos preparaban los del apoyo, que estaba empapado en agua. Por mucho que fuera envuelto en un plástico, al llover tanto el agua acababa colándose por cualquier resquicio. No hay nada más asqueroso que un sándwich completamente empapado de agua, pero era mi último sándwich y yo tenía que comer. Por lo tanto, no se me ocurrió nada más que cogerlo con las dos manos y escurrirlo como si fuera un trapo mojado, chorreando buena parte del agua. Quedó como un rollo de primavera, aún húmedo, eso sí. Y así me lo comí, sin mirarlo, sólo pensando que era alimento. No me supo tan malo. A buena hambre, no hay pan duro.

En Mamers, a 25 kms. para llegar a Mortagne, Paco nos pide que paremos a tomar otro café que ofrecen unos voluntarios en el borde de la carretera. Yo no tomo café, porque increíblemente no tengo problemas de sueño, pero aprovecho para comer una barrita energética, sentado en un bordillo, al otro lado de la calle. Al rato me llama Ramón, pues Paco está sentado en una silla, mareado, no puede levantarse. Le decimos que si llamamos a la furgoneta para que vengan a recogerle. Dice que no, que sigue en un momento, como así es. Vamos despacio y un tanto asustados.

La bolsa-alforja era la almohada preferida de los que reposaban a los bordes del camino


La noche nos ha respetado a ratos en cuanto a lluvia se refiere, pero al ir llegando a Mortagne comienza a llover de nuevo con ganas, justo en lo peor, en un tobogán de subidas y bajadas.

Llegamos a las 3 y 20 (2 h. 20’ después de lo previsto). Ramón y Paco deciden irse a dormir, sin pasar a cenar. Yo prefiero cenar algo, por poco que sea, pensando en el día siguiente. Sólo dormiremos una hora y media, pero siempre es reparador dormir algo, por poco que sea. Dormí en el total de todos los días de la PBP un total de 8 horas solamente, pero las circunstancias así me obligaron.

Mortagne au Perche-Dreux (km. 1185)

Cuando suena el despertador del reloj me aseguran que dije lastimosamente: “¡Misericordia!”. Yo no lo recuerdo, solo recuerdo estar totalmente grogui. Me muevo a impulsos, como un autómata, es la primera vez que me pasa esto al despertarme en estos días. No dormir suficiente es insano. Desayuno todo lo que puedo, pues sigo con miedo a ese desfallecimiento del que tanto se habla y que aún no me ha venido. Me monto en la bicicleta de manera mecánica y me pongo a pedalear como si nunca hubiera dejado de hacerlo. No sé por donde voy, si voy al este, al oeste o en dirección contraria a la que debería ir, sólo sigo las luces rojas de otras muchas personas que también salen a las 6 de la mañana para llegar a tiempo a sellar a Dreux a las 10,40. ¿Pero es que nos ponemos todos de acuerdo para salir a la misma hora o es que hay tanta gente pedaleando que las carreteras siempre están ocupadas por estos locos en bicicleta?

Es todavía noche cerrada. Veo borroso por el ojo izquierdo, no me he podido lavar la cara y me da la sensación de que tengo todavía una legaña pegada al ojo. Me la intento quitar, pero no hay manera, sigo viendo mal. De pronto me doy cuenta de cual es el problema: se me ha caído de la gafa el cristal izquierdo en la tienda de campaña durante la noche. Voy con la vista bizca. Me tengo que quitar la gafa, es peor mirar bizco que miope. Nadie me puede ayudar, es demasiado tarde, tengo que afrontarlo como pueda.

En los controles se veían estas estampas que recordaban a los campos de batalla desolados

Quien no sea miope quizás no lo entienda, pero un miope sin gafas, además cansado y además con sueño tiene todas las papeletas para tener, cuando menos, un susto sobre la bici. Si a esto le unimos que el número de alcantarillas sin nivelar con la calzada y de baches es enorme, se puede entender que tuve que ir frenando en las cuestas abajo, porque no veía los agujeros hasta el último momento. Para mi desgracia, cuando empezó a salir un poco la claridad, saqué mis gafas de sol graduadas del bolsillo y se me cayeron al suelo, pasando por encima de ellas el ciclista que venía a mi rueda y destrozándolas por completo. No me lo podía creer. Me sentía desconsolado ¿Sería capaz de hacer tantos kilómetros viendo tan mal? Una vez más los pensamientos positivos: Si veo a mis compañeros estos me pueden ayudar; puedo seguir a un grupo que me guíe para no perderme, no vaya a ser que me pase alguna de las flechas de indicación. Pese a todo, me “como” unos cuantos baches y alcantarillas en mi recorrido, aunque afortunadamente no pasa nada, sólo un pequeño llantazo en la rueda delantera. La diosa fortuna estuvo a mi lado.

Dreux-St. Quentin en Yvelines (km. 1227)

Llegué a Dreux a tiempo de sellar, aunque casi me pierdo al entrar en la ciudad, precisamente porque no veía bien. Paré lo imprescindible en el control y salí con José y Paco, para no perderme, pero iban más fuertes que yo en las cuestas arriba y se me fueron, quedándome solo y sin lazarillo de nuevo. Este tramo me lo tomé ya mucho más tranquilo, iba en tiempo y tenía mucha inseguridad al no ver bien.

No sé si por dormir poco, por verlo todo borroso o por las dos cosas, pero este día sí que me entraba sueño y, aunque parezca increíble que a uno se le cierren los ojos montando en bici, de vez en cuando se me cerraban y tenía que hacer auténticos esfuerzos para mantenerlos abiertos. Un canadiense estaba tirado en la hierba a sólo 40 kilómetros de la meta echando una cabezadita, se ve que ya no podía más. La postura en la que se había puesto a dormir y como había dejado la bicicleta, podría dar a pensar que se había caído, pero no es la primera vez que pienso eso y, sin embargo, es simplemente gente que está durmiendo un poquito, que se deja caer tal cual, según paran.

Ciclista descansando al lado de la carretera, sobre la hierba mojada

Los últimos 30 kilómetros fueron una sucesión de repechos bastante puñeteros, pero el ritmo que llevaba me permitió tomarlos con filosofía. Incluso a 15 kms. para la llegada paré cinco minutos a comerme un sándwich, esta vez seco. Menos mal.

A unos 20 kilómetros de la llegada, en un fuerte repecho rodeado de bosque, un señor tocaba una campana al paso de cada ciclista, como se hace en los estadios de atletismo en la última vuelta. A mí, que he sido atleta en mis años mozos, me rememoró una agradable sensación de sentir que esto se estaba acabando, que estaba llegando. Le di las gracias cuando tocó la campana a mi paso y me regaló una muy amable sonrisa. Luego un ciclista francés que iba tras de mí, me contó que el hombre de la campana se pone ahí todos los años, que es un clásico de la PBP.

En los últimos 10 kilómetros los ciclistas me empiezan a pasar escopetados, se ve que tienen prisa por llegar, por robar unos minutos, o porque vayan muy justos de tiempo. Yo no tengo prisa en absoluto. El objetivo ya está cumplido, voy a llegar de sobra, así que voy tranquilo, para evitar caídas, para no machacarme más y para hacer más largo este momento de disfrute. Al fin y al cabo, ésta no es una prueba competitiva. Como no podía ser menos, y pese a que apenas había llovido en toda esa mañana, en los últimos kilómetros el cielo suelta un chubasco de vez en cuando para que lleguemos bien mojaditos. Pero ya me da igual.

Mezcla de alegría y fatiga de los ciclistas a su llegada a París, mientras son vitoreados por el público

A 10 kilómetros de la llegada un inglés está desesperado porque la cadena de su bicicleta le pega unos chasquidos tremendos cada vez que pedalea. El hombre está muy inquieto, porque esa distancia que le queda le podría suponer no llegar a tiempo si no repara la avería y sólo repite una y otra vez en inglés: “esto no me había ocurrido antes”. Al final sé que lo repara, porque me coge en los últimos 500 metros y, como el resto de los ciclistas, me pasan raudos y veloces.

Lo que le ha pasado a este ciclista me hace pensar en la suerte que he tenido a nivel de averías y de pinchazos: ni uno solo. En muchas ocasiones vi a ciclistas que estaban reparando un pinchazo de noche y lloviendo, enchufando como podían con las luces para ver algo y daba gracias a Santa Rueda por no tener ese tipo de percances.

La llegada y conclusión

La entrada a la rotonda de llegada es imposible de calificar. Al primero que encontré fue a Edu, antes justo de la rotonda, que me hacía fotos y me gritaba con júbilo que lo había hecho muy bien. Pero la apoteosis fue al entrar a la rotonda. Por avatares del destino y de pararme en los semáforos cuando estaban en rojo (cosa que no hicieron unos españoles que iban conmigo y que se adelantaron) llegué sólo a la meta por lo que, al entrar en la plaza, de pronto escuché un gentío que aplaudía, vitoreaba, hacía fotos y aclamaba a alguien… ¡Era yo! No veía a los que me aplaudían con claridad, al ir sin gafas, solo bultos multicolores, pero les oía y sólo se me ocurrió sonreír hacia un lado y otro lo mejor que la emoción me dejaba hacerlo. Luego el trámite de entrar al campo donde se dejaba la bici, sellar y recibir las felicitaciones de todo el mundo, brindar con champán con los compañeros y soñar con dormir, dormir como un lirón durante varios días.

Llegada de Juan, sin gafas, un tanto desorientado y emocionado

En definitiva, es una lástima que el tiempo no nos permitiera disfrutar un poco más de la ruta. Aun así ha tenido muchos momentos interesantes y emotivos, haciendo de esta ruta una experiencia única en mi vida. 




Esa fue mi crónica de la PBP de 2007. Llegué en 88 horas y 45 minutos. 1 hora y 15 minutos antes del cierre de control. Tiempo de sobra. No era consciente entonces de lo que había hecho, simplemente acabándola. 

Lo que es incomprensible, es que llegué convencido de que no volvería, de que una de las razones que más me llevaron a continuar en los momentos difíciles era que, como no iba a volver a hacer la PBP, esta vez tenía que acabarla. Sin embargo, al día siguiente mi mano escribía, según la experiencia aprendida, consejos para dentro de cuatro años, con la excusa de que podían servir para otras personas, pero en el fondo sé que los estaba escribiendo por si volvía yo mismo. Y así fue, volví a hacerla en 2011, y esa vez sí que la disfruté, sin apenas lluvia y con Javier Arias de compañero, fue una experiencia muy distinta, reconfortante. Y esa si fue la última. Luego vendrían, y vendrán, otros retos, otras experiencias. No soy de los de repetir lo mismo muchas veces.

Una cosa que me llamó la atención al publicar la crónica es que hubo gente que me dijo que le había animado a probar la larga distancia. Yo no lo entendía. Había mostrado lo apocalíptico que había resultado con esa horrible climatología, pero sin embargo animaba a la gente a probarlo. Definitivamente somos un poco masocas.