martes, 2 de noviembre de 2021

El mito de la aceleración

 

Para ir más rápido, al principio el ser humano echó a correr en vez de andar. Más adelante utilizó animales que le transportaran, estrechando las distancias, ampliando el espacio recorrido en un determinado tiempo.

En esto que llegó la bicicleta en el siglo XIX, que en su momento fue una revolución, ya que se conseguían hacer distancias antes inimaginables, con un esfuerzo humano incluso menor al de correr. Y las bicicletas no se cansaban como los animales de sangre (caballos, mulos y burros), ni pedían de comer y de beber. La bicicleta era la máquina de la eficacia, que no tenía motor y nos permitía seguir activos. Y al ser movidas por el esfuerzo humano, parecía que habíamos llegado al límite de la velocidad posible. Hasta que llegó el motor de combustión.

Con el coche cambió todo. Ya no era necesario hacer un esfuerzo. Eso, que se vio como un enorme avance, en cierto modo fue un retroceso.

El ser humano lleva casi toda su vida intentando ir más rápido, en lo que se ha venido a llamar el Mito de la aceleración: conseguir llegar cada vez más lejos en menos tiempo. La intención parece muy loable en sí misma, hasta que esas velocidades empezaron a ser demasiado altas y hacían que las consecuencias fueran terribles en forma de accidentes y muertes. Pero se siguió avanzando pese al coste ambiental y en vidas humanas que esa aceleración originaba. Ahora algunas civilizaciones muy antiguas son consideradas como seres crueles, que llegaban a matar a otros seres humanos para entregarlos como ofrendas a sus dioses. Sin embargo, en la actualidad no nos escandalizamos de estar haciendo lo mismo, al llevar a la muerte cada año a miles de personas, como ofrendas al dios del progreso y de la velocidad. Caen muertos diariamente un chorreo de seres humanos en los santuarios de esta religión, en las carreteras, o como consecuencia de enfermedades del estrés que la aceleración en si misma conlleva. Sin hablar del ruido, de la enorme ocupación de espacio, de la obesidad por falta de actividad, de la contaminación atmosférica, etc. Además, esas víctimas mortales están democratizadas, ya no solo caen las personas pudientes, también lo hace ya la clase media y baja, que ha tenido acceso a su tasa de velocidad y muerte. A su tasa de carrera hacia ninguna parte.

La semiótica, una vez más, juega un papel importante en llevar a los altares a estos vehículos. En los noticieros se habla de “buena circulación” del tráfico, cuando estos vehículos pueden ir a la velocidad que quieren, no cuando van a una velocidad más segura. Es por eso que los coches atascados se consideran una mala circulación, cuando resulta que a esa velocidad y en esa circunstancia no hay muertos.

Luego está el automovilista, que habla siempre de los atascos como algo ajeno, como algo que provocan los demás, al juntarse en el espacio-tiempo con dicho automovilista, que va circulando por ahí porque “lo necesita y tiene derecho” (y hasta obligación apuntaría yo). De ese modo escuchas a la gente hablar de que “se formó un atasco”, como si el atasco tuviera entidad propia y capacidad de decisión de cuando formarse. Lo suyo sería decir “formamos un atasco”, pues el coche que el automovilista conducía era parte de ese atasco. Pero no, eso sería admitir que son parte del problema, y eso nunca, el problema lo crearon los demás por tener la ocurrencia de estar ahí también en ese mismo momento.

Sin hablar de que por las mañanas, en plena hora punta, cuando en los medios de comunicación se habla de la situación del tráfico en las ciudades se menciona que “el tráfico es el habitual a estas horas de la mañana”, que es algo que no está informando del grado de congestión y problemas que eso lleva, en vez de decir con determinación: “Como cada mañana los vehículos están muy atascados, la gente tardando lo que no está escrito, las emisiones contaminantes creciendo, el estrés aumentando al ver que la gente no llega a su hora a fichar en el trabajo, como muchas otras mañanas ha habido alguna colisión que ha supuesto un trauma para esas personas y sus familiares. Por favor, dejen el coche en su casa el próximo día, por el bien de todos”.

Parece que era falso ese mandamiento que decía que el coche nos iba a hacer ganar mucho tiempo, al acercarnos a todos lados en tiempos record y con seguridad. En realidad nos suele hace tardar más (al menos en ciudad) y nos expone a un riesgo alto de perder la vida o sufrir secuelas importantes.

Volviendo a la democratización de las muertes en carretera, no hay que olvidar que los primeros ciclistas del siglo XIX fueron también personas pudientes, de esfera alta. Lo mismo ocurrió luego con los vehículos a motor, pues los primeros usuarios fueron también gente que se podía permitir pagar un vehículo solo al alcance de bolsillos holgados. Más adelante nos vendieron la democratización de esa velocidad. Aquello fue una estafa, porque en realidad nos estaban colocando en el lado oscuro, en el lado de los que viven más y más rápido, pensando que eso es bueno, en vez de considerar que si nos dejaban entrar en ese ámbito era porque les interesaba que pasáramos a ser parte de la nueva religión. Toda religión adquiere más importancia mientras más feligreses la siguen.

Esa fue la “Era de la velocidad o de la aceleración”. Esa en la que en poco más de cien años (algo pequeño dentro de nuestro cómputo histórico) se pasó de ir andando o, en el mejor de los casos a caballo o en carreta (unos diez kilómetros a la hora), a recorrer 600 kilómetros en dos horas en tren de alta velocidad, o ir en un avión de Europa a cualquier otro continente en el día. Esa Era de la Velocidad es la precursora de la actual Era tecnológica, y así se la podría conocer en el futuro en los libros de historia.

La Era de la velocidad y la aceleración la podríamos situar entre 1880 (primeras bicicletas con transmisión) y 1990 con los trenes de alta velocidad a 300 kilómetros.

No obstante, a finales de esa era, cuando se estaba llegando a los mayores estándares de velocidad, ocurre algo que descoloca a los sacerdotes de la aceleración: la bicicleta, ese vehículo que fue parte, si no inicio, de aquella era de la velocidad, que estaba en plena retirada ante el empuje de los motores, de pronto comienza a verse de nuevo, no ya como deporte por antonomasia, sino como parte de un movimiento de resistencia, como una vuelta a la eficacia. Miles de personas comienzan a desempolvar y usar la bicicleta, no porque es un vehículo económico y no pueden permitirse acceder al estatus del motor (como ocurría aún en China, India y otros países en los años 70), sino porque deciden prescindir del motor y darle un sentido a sus piernas. El movimiento comienza sobre todo en el centro de Europa, y a continuación se va extendiendo al resto de Europa y del mundo. Millones de seres reivindican su derecho a pedalear en las calles, a recuperarlas. La bicicleta viene a desmitificar la velocidad. Aflora la lentitud como un estatus no solo válido, sino necesario.

Es extraño lo que ha ocurrido con la bicicleta. No ha ocurrido igual, por ejemplo, con los caballos. No se ve un movimiento de personas que quieran volver a usar su caballo en la ciudad para desplazarse, pero la facilidad y eficacia de la bicicleta es la que, por si misma, ha disparado su uso.

Debido a la presión ciudadana, sobre todo a los grupos de presión ciclistas, se están consiguiendo algunas cosas. Pero el avance no será real mientras se siga apoyando, a cara descubierta, a la velocidad, subvencionando el uso de los vehículos veloces y mejorando y ampliando las infraestructuras de la ciudad, y fuera de ella, continuamente pensando en estos vehículos motorizados. La verdadera revolución llegará cuando deje de apostarse por el motor. De ese modo, como ocurrió en centroeuropa con la llamada crisis del petróleo de los años 70, las bicicletas saldrán solas y la industria del motor se tendrá que reconvertir hacia el nuevo nicho de negocio.

Viñeta de Forges en los años noventa


Este escrito ha sido inspirado tras releer, después de 30 años de haberlo leído por primera vez, el impagable libro de Ivan Illich, "Energía y equidad".

domingo, 5 de septiembre de 2021

Atrapado en el tiempo

 

Acostumbrado a pedalear siempre por las mismas carreteras cerca de casa, hoy sé que voy a disfrutar en esta ruta, para mí inédita, de unos cien kilómetros, que me he cargado en el navegador del GPS.


Estoy de vacaciones por una zona para mí desconocida y, desde luego, me he traído la bicicleta para alargar la forma física que arrastro desde primavera y verano. Ahora que empieza el otoño, disfrutando de estas tranquilas carreteras, estos bonitos paisajes y del placer del ritmo sosegado que la bicicleta te impone, permitiéndome ver los detalles de las casas, de los árboles y de los ríos, al mismo tiempo que oliendo la naturaleza, impulsado por la mayor respiración que proporciona el ejercicio.

Por lo que interpreto mirando el mapa, los primeros kilómetros van a ser de contacto, siguiendo el valle de un río en suave ascenso, para subir, a continuación, un alto que parece bordear un cañón, formado por el propio río y por donde no se pudo en su día meter la carretera debido a la enorme angostura del recorrido fluvial. Una vez pasado el alto, la carretera bajará de nuevo al río, esta vez más encajonada, pero siempre en sentido ligeramente ascendente y sin posibilidad de perderse. Llegando, finalmente, a una conocida localidad famosa por su crema de castañas. Compraré un recipiente pequeño y lo traeré en el bolsillo del maillot. Luego habrá que volver por el mismo recorrido, ya en forma más descendente. No hay pérdida, la misma única carretera que sube el cauce del río vuelve a descender hasta el punto de salida.

Hay quien piensa que las rutas han de ser circulares, para no pasar por el mismo sitio, porque repetir un lugar que ya has visto antes es aburrido. No estoy del todo de acuerdo. Cuando vuelves, el recorrido es otro diferente, el horizonte es distinto pues lo que antes has dejado atrás, ahora lo tienes de frente. Además, las curvas se toman por el lado contrario, lo que da también una perspectiva distinta. Esas bajadas que a la ida has hecho a toda velocidad, que te hacen ir más pendiente de lo que había en la carretera que del paisaje, a la vuelta las disfrutas mientras subes mirando alrededor tranquilamente, viendo unos parajes por los que apenas recuerdas haber pasado, escuchando el canto de los pájaros sin que el aire zumbe en las orejas durante la bajada y apague esos sonidos.

Como siempre, empiezo la ruta despacio, dejando que los músculos calienten, que el cuerpo reciba el aviso de que más adelante habrá que esforzarse para avanzar más rápido durante esa pendiente suave, paralela a este río.

Cuando estás pedaleando por un lugar tan bonito, sin tráfico, buena carretera y con energía y ganas para afrontarlo, entonces el pecho se te hincha, se te planta una sonrisa en la cara y en estos cuerpos tan escurridos que tenemos los ciclistas no cabe tanto gozo, por lo que se desborda, poniendo perdido de satisfacción el camino de paso.

Se está acercando la subida que bordea el cerrado cañón del río, así que comienzo a ir algo más rápido en el falso llano, para que no le pillen de sorpresa a mis piernas el esfuerzo de las primeras rampas.

Comienza la subida, de forma muy exigente, dejando el río a la izquierda que, cada vez más lejos, se va perdiendo hacia su cañón. Me dirijo hacia un cerro que cubre el cañón, terminando en una hondonada que ya veo allá arriba, aún lejos.

Me gusta probarme en las subidas, así que voy dándolo casi todo, con una respiración forzada, pero disfrutando de cada pedalada. Siempre me he preguntado cómo es posible que un esfuerzo que te hace sufrir, que te obliga a poner muecas de dolor en la cara, sin embargo se busca y se disfruta, seguramente porque se sabe que tiene un final y una recompensa en forma de bajada.

La subida es realmente dura, tanto que el sudor me baja surcando las arrugas que se marcan en la frente, al hacer un esfuerzo mayor al habitual, resbalando hacia los ojos, bordeándolos para acabar cayendo por todos lados: en el manillar, en mis piernas, en el cuadro de la bici y en la propia carretera. Miro hacia atrás buscando ese reguero de sudor que voy dejando, pero a simple vista no se ve. Quizás no es tanto lo que estoy sudando, pero yo lo siento como un chorro continuo, que me hace abrir la boca en busca de aliento y de agua.

Ya se ve la cima, a solo doscientos metros, tras una última curva. Arriba hay un camino, a la izquierda, y avanza unos metros hacia un mirador con barandilla, donde seguramente hay una espectacular visión del cañón cerrado del río. Pero ahora no voy a parar. Esas cosas se dejan para la vuelta, siempre para la vuelta, aunque en ocasiones a la vuelta las olvidemos. Al llegar arriba, mi respiración rompe el silencio de tan magno lugar, avanzo unos metros en el llano previo a la bajada, subiéndome la cremallera del maillot para no coger frío en la bajada y bebiendo algo, deseoso de reponer las ingentes cantidades de líquido perdidas.

Ahí está la recompensa, una bajada preciosa, “¿cuál no lo es?” me pregunto, que te lleva en poco tiempo de nuevo al borde del río. Es injusto, muy injusto, que las subidas duren tanto y las bajadas tan poco.

Ahora el paisaje ha cambiado, el río está más encajonado y el bosque es más frondoso. Emocionado por las endorfinas de la subida y la adrenalina de la bajada, voy rápido subiendo el curso del río, siempre a mi izquierda, en esta ligera subida que el GPS me marca con un 2% de desnivel.

Me acerco a una curva a la izquierda seguida inmediatamente por otra curva ciega que gira a la derecha. Saliendo de esta última me encuentro de frente una casa de color amarillo con puertas verdes y ventanas rojas. Si no sigues girando a la derecha en el final de la curva, te irías contra la puerta principal de la casa. A la vuelta le haré una foto, pues es muy vistosa.

Luego una larga recta de un par de kilómetros con el sonido lloroso del río siempre al lado izquierdo y el sol de frente, que me hace bajar la vista para cubrir mis ojos con la visera.

Llegando al final de la recta y antes de enfrentar, por fin, otra nueva curva a la izquierda, veo venir un ciclista de frente. Me alegro un montón siempre de ver a otro ciclista cuando llevo bastantes minutos sin ver a nadie, así que al pasar a su lado le saludo con la mano y le doy un sonoro buenos días. Él me contesta levantando la mano suavemente y sonriendo, sintiéndose cómplice del momento, de saber que por aquí no hay muchos ciclistas y es una fiesta ver a un compañero que se cruza con uno.

Como hace un rato, curva a la izquierda y luego cerrada a derecha y a continuación… ¡No me lo puedo creer! Una casa amarilla exactamente igual a la anterior, con los mismos colores de puertas y ventanas, también a la salida de la curva. Debe pertenecer a la misma persona, o debe ser la manera de pintar las casas por estas zonas, quizás los colores de la bandera regional o comarcal. Pasada la curva comienza otra recta igual a la anterior, de unos dos kilómetros, en la que el sol se me vuelve a clavar en la cara.

Voy dándole vueltas a estas casualidades, a estos paisajes paralelos, que es extraño que se den con tantas coincidencias en un lugar tan cercano. Lo tengo que mirar en internet, pues seguro que es algo conocido por la zona.

Mientras se acaba esta larga recta, antes de una nueva curva a izquierda, y para rematar las casualidades y los paralelismos, aparece otro ciclista, yo diría que en el mismo punto similar anterior. Esto sí que es una casualidad de traca, porque no he visto a nadie en todo el recorrido, ni un coche, ni una persona, y los dos ciclistas que veo aparecen en lugares que encima se asemejan una barbaridad. Le saludo con la misma efusividad que al anterior y él me levanta la mano y me sonríe. Es que lleva incluso la misma equipación oscura que el anterior, deben ser del mismo club, iban juntos, y uno ha ido más rápido que el otro.

Muevo la cabeza a un lado y a otro, partiéndome de risa, por el regalo que me ha dado este cúmulo de coincidencias y que tendré que contar como una anécdota a todo el mundo cuando vuelva.

Tomo la curva a la izquierda a la que sigue, de nuevo, otra curva cerrada a la derecha. A la salida de la curva, me da un vuelco el corazón, pues me encuentro otra casa exactamente igual a las anteriores. Esto ya no puede ser, incluso tiene las ventanas abiertas en la misma posición que las otras, la persiana de la ventana derecha totalmente bajada y la izquierda subida unos palmos.

Totalmente anonadado, miro hacia delante y, ahí está, otra nueva recta de dos kilómetros con el sol de frente. Me paro. Aquí está pasando algo raro. No es solo la casa y el recorrido entre las curvas, sino que el paisaje, los árboles y hasta los tramos sucios del arcén, son exactamente iguales.

Ahí parado, miro a mi alrededor y sé que no estoy soñando, que es muy real. Todo está muy callado, no se oyen pájaros y los árboles no se mueven con el viento. Es cierto que hoy es uno de esos días escaso de viento, pero en la copa de los árboles altos las hojas siempre se mueven algo y ahora están totalmente inmóviles. Lo único que se mueve es el río que baja en dirección contraria. No puede ser, ha sido todo una casualidad, voy a continuar y seguir avanzando hasta llegar al pueblo, entrar en un bar y tomarme una tostada con crema de castañas.

Avanzo por la recta, con la cabeza baja para evitar el sol en los ojos. No quiero mirar hacia delante, para no ver al ciclista otra vez, pero me digo firmemente que estoy tonto, que no sé qué cosas me estoy imaginando, porque todo tiene siempre una explicación. Levanto la vista y allá tomando la curva para afrontar la recta veo aterrado que aparece el ciclista de nuevo. El mismo ciclista, la misma forma de pedalear, el mismo gesto de levantar la mano y sonreírme comedidamente. Ni le he saludado, tan expectante por ver si hacía lo mismo de siempre.

Estoy a punto de tomar las curvas a izquierda y derecha otra vez. Miro el cuentakilómetros: 34,73 kilómetros en ese preciso momento. Curva a izquierda, curva a derecha y ahí está la casa amarilla con puertas verdes y ventanas rojas. A continuación, la misma recta de dos kilómetros con el sol de frente. Miro el cuentakilómetros, marca 32,80 kilómetros. He vuelto al mismo sitio. He vuelto atrás pedaleando hacia delante. Miro también la medición del pulsómetro, pese a ir despacio voy al 95% de mi frecuencia cardiaca máxima, pero no es un pulso generado por el esfuerzo, es generado por el miedo. ¿Qué está pasando?

Avanzo en la recta. Al ir llegando a la curva y encontrarme de nuevo al ciclista abro los brazos en señal de duda y le pregunto en alto “¿Qué está ocurriendo?” Pero él contesta con el mismo gesto de saludo y esa sonrisita que ya me empieza a molestar.

Curva a izquierda, curva a derecha, casa amarilla, 32 kilómetros aún en el ciclocomputador. He entrado en un bucle. ¿Y de esto cómo se sale? Decido ir muy rápido esta vez, a ver si así puedo salir de esta situación. Voy a 40 kilómetros por hora pese a ser ligeramente en subida. El corazón se me sale de la caja torácica. Miro al ciclista al cruzarme con él, esperando un gesto distinto, una señal que me indique que algo ha cambiado. Pero nada. Llego a la curva a la izquierda, a la curva a derecha… la casa, ahí sigue.

Tengo que sobreponerme. Tiene que haber una solución a todo esto. No tiene el más mínimo sentido. Según voy llegando al final de la recta me asalta una idea. Me acuerdo de la frase de Albert Einstein que siempre me ha gustado tanto: “Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”. Hay que intentarlo. Veo venir al ciclista, le saludo, me saluda, e inmediatamente giro hacia la izquierda bruscamente, para incorporarme a su carril, sin mirar si viene algún vehículo. ¿Para qué voy a mirar? Si ya sé que no viene ninguno, esto lo he vivido antes.

Estoy pedaleando en sentido contrario, renuncio a llegar al pueblo. La prioridad es salir de aquí.

El ciclista está unos metros por delante de mí, le tengo que alcanzar. ¡Él me va a sacar de aquí! Esprinto con todas mis fuerzas para ponerme a rueda. Al llegar tras él debe oír mi respiración forzada, porque mira hacia atrás ligeramente, lo justo para percatarse de que estoy ahí. No parece importarle, sigue a su ritmo uniforme y potente, con poca cadencia, tirando de fuerza, a la vieja usanza.

Yo me acoplo a su rueda durante toda la recta, con la cabeza agachada, en posición aerodinámica. No quiero levantar la vista, por miedo a que estemos otra vez donde antes. Veo por el rabillo del ojo la casa, esta vez a mi derecha. Ahora vendrán las dos curvas y esperemos que no pase nada raro, que no me encuentre conmigo mismo al pasar las curvas, yendo en sentido contrario, o vaya usted a saber que otra situación paranormal.

Todo parece ir bien.

Pegado al ciclista, llegamos al inicio de la subida al cerro. Así se me salgan los pulmones de su sitio y me estallen las piernas, no le voy a dejar ir, le voy a seguir para que me saque definitivamente de aquí.

Según empezamos a subir veo un castaño a mi derecha. Me he quedado sin la crema de castañas. Da igual, nunca me han sentado bien las castañas.

Llegamos al alto, bajamos, yo detrás del ciclista, no se vayan a repetir una y otra vez la subida y la bajada.

Cuando veo al fondo la ciudad de la que he salido esta mañana me doy cuenta de que lo he conseguido, he salido del bucle.

Cuando tienes miedo porque algo te persigue, ese miedo solo puede desaparecer dándote la vuelta y enfrentándote a ello. Eso, que es ley de vida, ha dado también resultado esta vez.

Me pongo a la altura del ciclista y le doy las gracias por dejarme seguir su rueda. Desde luego no le explico que es un ángel y que le agradezco por sacarme de un recorrido repetido e infinito, porque me iba a mirar raro. Me sonríe. Le pregunto a dónde va.

- Ahí, en esa rotonda me doy la vuelta ¿te vuelves tú también?

- No – le contesto aterrado-, no me gusta pasar dos veces por el mismo lugar.

lunes, 28 de junio de 2021

Ordenanza anti-ciclistas en Madrid

 


Que Madrid nunca ha sido el adalid de la promoción del uso de la bicicleta es algo bien conocido. Mis recuerdos más antiguos van hacia aquel alcalde, Álvarez del Manzano, que decía que Madrid no era una ciudad para bicis, que era su manera personal y prejuiciosa de decir: “No me gustan las bicicletas”.

Ahora tenemos a su yerno, el concejal Borja Carabante, que a mí me pareció (las veces que coincidí con él en mi etapa de activista ciclista) un señor muy simpático y con capacidad de escuchar, pero que ahora que está ejerciendo de concejal nos viene con una propuesta de Ordenanza de Movilidad que pone palos en las ruedas a la movilidad ciclista. Es decir, más de lo mismo de la idiosincrasia anti-ciclista de la capital española. Confío en que recapacite y Madrid no haga el ridículo, una vez más, en España y en Europa por su política anti-ciclista.

Desde mi asociación, Pedalibre, ya han explicado bien en estas entradas por qué no estamos de acuerdo con ese proyecto de Ordenanza. Lo de la prohibición de aparcar la bici en el mobiliario urbano a mí me hace un daño irreparable. Tengo montones de casos en los que la bicicleta la voy a tener que aparcar a más de 500 metros de distancia, por no haber un aparcamiento de bicis cercano. Eso es muy disuasorio. Una de las grandes ventajas de la bicicleta es precisamente el poder ir puerta a puerta, y eso desaparecería con esta medida. Espero de corazón que se lo piensen bien antes de implantar esa medida tan arbitraria como injusta.

Pero en este artículo me voy a centrar en la prohibición de circular por túneles, con un caso práctico y real.

PRIMERA ALTERNATIVA: CALLE EMBAJADORES

Soy un ciclista que hace con cierta frecuencia el trayecto entre Villaverde y Puente de Vallecas, pasando por el tramo del Anillo Verde Ciclista del Parque Lineal del Manzanares. Desde este parque al Puente de Vallecas yo hace años iba por la calle Embajadores, metiéndome por una vía de servicio de la M-30 (que no la misma M-30), que tiene un generoso arcén y generalmente poco tráfico y que me llevaba hasta la calle Convenio y de ahí a Puente de Vallecas. Una ruta de 4,1 kilómetros, fácil, rápida y segura que estuve realizando durante varios años sin mayor problema, sin que nadie me llamara la atención ni me pitara ni nada.

Hace unos años, transitando en bici por dicha vía de servicio con un amigo, se coloca a nuestro lado un coche de la policía municipal madrileña, diciéndonos algo así como que somos unos insensatos, que no podemos circular por ahí, que nos acompañan (por nuestra seguridad, dicen, pero creando inseguridad en los coches que pudieran venir por detrás) hasta el semáforo que hay más adelante. Les explico que no hay señal alguna de prohibición a ciclistas. Me dicen vehementemente que no vuelva a ir por ahí o me multarán.

SEGUNDA ALTERNATIVA: PARQUE TIERNO GALVÁN

Yo, que soy obediente y temeroso de la ley, hago caso a la policía municipal y no vuelvo a ir por ese tramo. Busco una alternativa, metiéndome por el Parque Tierno Galván, para salir a Méndez Álvaro, Retama, Cerro Negro, Puente de Vallecas. Aparentemente se da algo más de vuelta, pero evito problemas con los municipales. Son solo 300 metros de distancia y 10 metros de subida más que la anterior. En un principio había descartado esta opción por no tener que hacer el tramo compartido con viandantes en el Parque, pero ahora es la opción más conveniente una vez expulsado de mi primera ruta.

TERCERA ALTERNATIVA: TUNEL Y CUESTA DEL PLANETARIO

Hace unos meses, allá por febrero, ponen unas señales en las entradas del Parque Tierno Galván de prohibido bicicletas. Así, sin anestesia.

Heme aquí buscando una nueva alternativa: voy por el túnel del Planetario (con las luces reglamentarias, por supuesto). Otros 300 metros más que la anterior opción (600 metros más que la primera). Bueno, no es mucho. Lo único es la desagradable cuesta de la Avenida del Planetario, con coches zumbándote al lado a toda velocidad, me río yo de los límites de velocidad.

CUARTA ALTERNATIVA: CALLE DELICIAS

Aparece hace unas semanas la propuesta de Ordenanza, que prohibiría, en el caso de ser aprobada, el paso por los túneles, por lo que tampoco podría pasar por la Avenida del Planetario.

Por lo tanto, tengo que buscar otra alternativa. Yéndome más hacia el oeste aún. Tendré que ir a Legazpi, coger la calle Delicias con su correspondiente cuesta y tráfico de importancia, ir hasta Ramírez de Prado, luego coger Méndez Álvaro y de ahí a Retama y Cerro Negro. Ya estamos hablando de 7,1 kilómetros, y muchos más semáforos, más contaminación y ruido. En fin, un trayecto que no se me antoja muy agradable.

CONCLUSIÓN

Mi trayecto inicial eran 4 kilómetros, prácticamente llanos. Ahora voy a tener que hacer un trayecto de 7 kilómetros en una calle en cuesta y tragándome malos humos (que yo no genero) de vehículos que lo tienen mucho más fácil que yo. En coche podría ir por la calle Embajadores y vía de servicio de la M-30 y plantarme en Puente de Vallecas en cinco minutos. En mi bicicleta, tendré que hacer un trayecto nada agradable, tardando mínimo media hora. ¿Es esto una eficaz promoción de la bicicleta? 

Lo mismo me pasará con el paso por el túnel de la calle Comercio, que yo, y muchas otras personas, usamos para ir y venir al trabajo. Y la lista se puede alargar enormemente. 

Quien aún piense que Madrid quiere a las bicicletas le voy a declarar un optimista redomado. Madrid (sus dirigentes) demuestran detestar a las bicicletas, pese a toda la palabrería a favor que lanzan. Prefieren a los coches y a las motos, es decir, el ruido y la contaminación.

Parece que no hemos avanzado tanto desde la época de Álvarez del Manzano. Aquel señor por lo menos era sincero y decía bien a las claras que no le gustaban las bicicletas.

 

Opción 1 por calle Embajadores (4 kms.)

Opción 2 por Parque Tierno Galván

Opción 3 por Avenida y tunel del Planetario

Opción 4 por Delicias. (7.1 kms.)