Para esta misión me han nombrado jefe de nuestra patrulla de Cazadores Alpinos de Infantería porque el capitán me conoce, sabe que soy ciclista y no precisamente malo. Es por ello que, mirándome a los ojos y golpeándome tres veces con el índice en el esternón, me ha soltado:
– Monsieur Oubron, usted sabe lo que es liderar un pelotón, aunque sea un pelotón ciclista, así que, vaya con sus compañeros, crucen la Línea Maginot, por ese hueco de ahí, avancen a la izquierda y limpien detrás de ese cerro que se ve desde aquí. Es una tierra de nadie, aún lejos de la Línea Sigfrido alemana.
– ¿A qué se refiere usted con “limpiar”, capitán?
Con una sonrisa condescendiente me contesta:
– Use su fusil de escoba, y si ve a alguien de la Wehrmacht, como no debería estar allí, lo limpia de un tiro. Luego viene y me cuenta lo que ha visto.
No quería tragar saliva, pero no he podido evitarlo. Aún no he pegado un tiro en el frente desde que me incorporé a mi destino hace unos días. Cuando ocurrió la anterior guerra yo tenía apenas cinco años, así que no recuerdo nada de aquello. Y en el servicio militar la puntería tampoco fue lo mío.
El capitán, además de muy malas pulgas, definitivamente demuestra tener algo de cultura ciclista, pues me recuerda que hace seis meses, cuando aún no estábamos en guerra, hice -un magnífico papel en la Vuelta Ciclista a Alemania, dándole su merecido a los alemanes-. Eso dice él, porque debe saber que, en la clasificación por escuadras, el único equipo francés que participaba quedamos por delante de los equipos alemanes a los que les penalizó su distribución en cinco equipos distintos. A nivel individual quedé sexto en esta carrera por etapas, lo que para mí es un fantástico resultado. No obstante, a pesar de ser el primer clasificado francés, hubo tres alemanes, un suizo y un belga delante de mí en la clasificación final.
Intento aclararle al capitán este punto, y que normalmente soy un gregario, a ver si de esta manera me exime de responsabilidades, pero no me deja decirle ni una palabra más: el capitán se despide con una palmadita en la espalda y me deja allí con mis cinco compañeros, que me miran con los ojos muy abiertos. Se acaban de enterar que soy una supuesta celebridad ciclista y esperan que yo les dé alguna orden.
¿Dónde estamos?
La línea Maginot, donde nos encontramos, se construyó después de la Gran Guerra. Se trata de una defensa fortificada frente a la frontera alemana. Al otro lado se encuentra la Línea Sigfrido, la línea fortificada de los alemanes. Entre medias hay una tierra de nadie, que nos dicen los superiores que es suelo francés, el cual hay que atravesar para avanzar a un lado u otro. Allí se supone que no hay nadie, y de eso quieren que nos aseguremos.
División ciclista alemana en Polonia tras la invasión |
Alemania invadió Polonia hace poco más de tres meses, el 1 de septiembre, y tanto mi país como Inglaterra le declararon inmediatamente la guerra. El 7 de septiembre Francia llevó a cabo la poco convincente ofensiva del Sarre (conocida por todos como “guerra de broma”), entrando unos kilómetros en territorio alemán, pero tardó poco la Wehrmacht en recuperar el terreno perdido. Tras eso, han pasado tres meses sin intentos alemanes por cruzar la Línea Maginot. Sin embargo, en ambos lados se espera que pase algo, así que estamos alerta.
Periódico francés anunciando la entrada en guerra con Alemania |
Todo el mundo daba por supuesto que iba a empezar esta guerra en Europa, especialmente tras haber acabado la guerra civil española en abril. Hitler no quería empezar las hostilidades hasta que terminara la guerra en España.
Nadie nos ha explicado con exactitud dónde estamos. Solo sabemos que estamos cerca de Estrasburgo. Nos trajeron desde París hace unos días en camión, como a ganado. Un viaje lento, muy lento y largo. Seguro que hubiera llegado antes si me hubieran dejado venir en mi bicicleta, que se ha quedado sola y aburrida en casa. Como el capitán me conoce, si hago méritos con esta misión, quizás me deje traerme la bicicleta para entrenar de vez en cuando.
Cruzando la Línea Maginot
Como se nos ha ordenado, marchamos a inspeccionar tras aquel cerro entrando en tierra de nadie. El suelo está cubierto de una capa de nieve caída anoche sobre los barrizales. Está empezando a instalarse una niebla que dificulta ver a lo lejos y, sin embargo, la sensación térmica no es muy fría.
Esta tierra de nadie hace honor a su nombre, se percibe el vacío en este territorio en el que nadie debería estar, en el que todo el mundo se siente forastero. Me recuerda a esos entrenamientos en bicicleta por lugares inhabitados, en los que durante kilómetros no veías a nadie, ni casas, ni personas, solo infinitos campos y desolación.
Vamos en formación de a dos, los dos primeros (yo y Durand) con el fusil en la mano. El resto con el fusil al hombro. Durand tiene acento bretón, porque es de Laval, en la región del Loira, pero cerca de Bretaña. Es desgarbado, robusto y bonachón. Le he puesto junto a mí, porque parece estar siempre alerta.
Le pido a Moureau, que va tras de mí, que no hable, ni siquiera en voz baja, y que pase el recado al resto del pelotón. A Moreau le encanta contar las historias de su padre sobre la Gran Guerra. Siempre las empieza con la frase “el barro llegaba hasta las cejas”, con lo que capta rápidamente la atención del oyente. Procede de la región de Picardie, cerca de Bélgica y me da mucha confianza, dado que tiene fama de tener buena puntería con el fusil. Desde luego a él será difícil que le atinen los alemanes, porque es pequeño aunque de brazos fuertes.
En el camino pienso que aún no me puedo creer que esté aquí, lejos de mi familia, lejos de mi vida. Todos mis planes se han roto en pedazos con el devenir de los acontecimientos.
Desde que comencé a competir como amateur en 1933, no he hecho más que crecer como ciclista. Lo mío es el ciclo-cross, donde he ganado algunas de las mejores citas internacionales. Esos buenos resultados me hicieron pasar también a la carrera en ruta. Este año en el equipo Helyett-Hutchinson ha sido fantástico. Además de ese sexto puesto en la Vuelta a Alemania, celebrada tres meses antes de la invasión germana en Polonia, había conseguido la tercera posición en la primera etapa, de 252 kilómetros, a 40 segundos del primer clasificado. Precisamente esa etapa comenzaba en Berlín y terminaba en la localidad de Stettin, cerca de Polonia.
En la clasificación final de la Vuelta a Alemania quedé a menos de tres minutos del tercer clasificado, el alemán Fritz Scheller. Pero no solo he brillado en la Vuelta a Alemania en este año: primer clasificado en el Tour de Corrèze y en la primera etapa del Circuit de l'Ouest; segundo clasificado en la Bordeaux – Angoulême y en el Circuit de Chalais; tercero en el Circuit des Vosges, cerca de donde estamos ahora.
Este año no participé en el Tour de Francia como si hice los dos años anteriores (puestos 20 y 41), porque me reservaron para la Vuelta a Alemania, seguramente porque sabía algo de alemán y así podría ayudar al que iba de líder en mi equipo, Level. Finalmente fui yo el líder del equipo francés, al colocarme provisionalmente como segundo clasificado tras la segunda etapa.
Había sido para mí un año redondo y todo había volado por los aires por culpa de Hitler y su ansia de poder. Tras la declaración de guerra las pruebas ciclistas previstas se suspendieron hasta nuevo aviso.
Ahora me veía vestido de militar. Pasaban los días y no estaba rodando con la bicicleta, por lo que perdía la estupenda forma física que había logrado. No obstante, imaginaba que igual les ocurría al resto de ciclistas, a excepción de los italianos, los españoles, los belgas y los holandeses, que no estaban en guerra y estarían practicando.
Cuando comenzaran las carreras, en la primavera de 1940, si es que esta beligerancia actual lo permitía, los robustos y peligrosos belgas y holandeses iban a estar más en forma que nadie en el llano. Y a los españoles e italianos no habría quien les tosiera en las montañas. Me imaginaba a Bartali, Il Ginettaccio, ganándolo todo.
Un encuentro
Hemos bordeado el cerro para mirar al otro lado, siguiendo las instrucciones. De pronto escucho algo que parece moverse rápido en la nieve, unas pisadas más sonoras. Miro hacia un lado y entre los árboles escondidos por la niebla veo la figura de un soldado alemán que se oculta detrás de un montículo. Otro aparece también corriendo, yendo al mismo lugar. Nos mira y se percata de que le hemos visto. -¡Dispersaos!- les digo a mis compañeros. El alemán que ya está en el montículo comienza a disparar para proteger a su compañero. Grito con todos mis pulmones -¡Fuego a discreción contra el enemigo!-
Comienza un intercambio de disparos en el que ellos llevan las de perder, pues somos más. Moreau grita -¡Diana! le he dado a uno.- El otro alemán sigue disparando y recibe toda nuestra respuesta con un buen montón de metralla. Alcanzado, vemos caer relajadamente su cuerpo, precedido por la cabeza que impacta contra la nieve.
Ordeno parar el fuego. Silencio absoluto del otro lado, nada se mueve. Nos levantamos con cuidado y nos aproximamos con el fusil preparado. El que ha hundido la cabeza en la nieve se mueve con pesadez, pero tiene las manos a la vista y libres, entregado. Le pido a Durand que se encargue de él. Parece tener el hombro destrozado por un disparo.
Dos metros más atrás, en un hueco de la nieve asoma la pierna del otro soldado, su fusil está fuera del hueco y hay sangre sobre la nieve. Apuntando me acerco a él, miro sus manos que están relajadas con las palmas vueltas. De repente oigo decir mi apellido -¡Oubron!- Que me parta un rayo si no lo ha dicho el alemán. Le miro a la cara, repite mi nombre otra vez. Grito: -¡Stöpel!, no me lo puedo creer, eres Stöpel.- Me vuelvo a mis compañeros y les digo -Que nadie dispare, está todo bajo control. Moreau, asegúrate que nadie viene del lado alemán.-
Kurt Stöpel
Fuimos al exterior del estadio, por el lugar donde sabíamos que salían los corredores. Le estaba diciendo a un compatriota, con el que había coincidido en alguna prueba local, que el equipo profesional Peugeot-Hutchinson me había ofrecido entrar en su plantilla al año siguiente. Yo solo tenía 21 años y muchas ganas de ver las carreras profesionales desde dentro.
Fue en ese momento cuando Stöpel pasó a nuestro lado andando, con la bicicleta de la mano. Le saludé. Se paró por si me conocía y al ver que no, solo me devolvió el saludo. Entonces le pregunté, antes de que se marchara, por qué razón había sonreído tras entrar a meta. Como sabía un poco de alemán, me hice entender. Me confesó, en un sorprendente buen francés, que en ese momento pensó que era irónico que pusiéramos tanto empeño en ganar un sprint cuando el ganador de la prueba ya había entrado en meta y no había premios para los siguientes. Me reí con él, pues estaba de acuerdo, yo también lo había pensado algunas veces. Nos veíamos obligados por los equipos a disputar todo, aunque no sirviera para mucho.
Le felicité por su tercer puesto en la etapa, por el Campeonato Alemán en ruta, logrado ese mismo año, y por el segundo puesto en la clasificación general del Tour de 1932, dos años antes. Sonrió al ver que alguien le recordaba, pese a no haber ganado aquel Tour. Me apuntó que normalmente solo se recuerda al ganador. Le respondí que eso no es así cuando estás muy interesado en el ciclismo, como era mi caso.
Nos despedimos. Mi compatriota, que había corrido con Stöpel en alguna ocasión, me aconsejó que si coincidía con el alemán en alguna prueba, no le mirara directamente a los ojos antes de la carrera, porque entonces ya te había ganado media carrera: eras incapaz de atacarle recordando aquella mirada que parecía leerte lo que pensabas, que parecía saber si estabas bien ese día, si ibas a atacar o si tenías tan doloridas las piernas que solo tenías pensado acabar como pudieras.
Inmediatamente me puse a buscar a mi compatriota Vietto y a los españoles Trueba y Ezquerra, por cuáles tres sentía auténtica devoción. Me fascinaba sus maneras de subir montañas en bicicleta. No los encontré, pero me quedó en el recuerdo la breve conversación con el alemán.
Stöpel nació en 1908, por lo que era cinco años mayor que yo. Dejó las competiciones de importancia en 1935, al año siguiente de nuestro primer encuentro, aunque siguió participando en pequeñas pruebas de su país hasta 1938. Yo comencé mi carrera como profesional precisamente en 1935, por tanto no coincidimos en ninguna carrera.
Vuelta a Alemania 1939
Cartel de la Vuelta a Alemania 1939 |
Este año nos volvimos a encontrar en Berlín, hace solo seis meses de ahora, en junio, en la Vuelta Ciclista a Alemania. Estaba yo cerca de la salida de la primera etapa, Berlin-Stettin, haciendo ejercicios de flexión para calentar los músculos, cuando se me acercó un hombre vestido de traje y me saludó en francés con acento alemán. Le miré con rostro de interrogación. Me dijo sonriendo:
- Eres Robert Oubron, el francés con mirada avispada, al que le gustan las sonrisas encima de una bicicleta.
-¡Stöpel! Qué alegría verte. ¿Vives por aquí cerca?
- Claro, vivo en el mismo Berlin. La zona por la que vais a partir hoy era mi zona de entrenamiento. Y la primera carrera que gané fue precisamente una Berlin-Stettin-Berlin, en 1927, con 19 años.
- Pues entonces seguro que me puedes dar algún consejo.
- Alguno te puedo dar, pero que nadie se entere que estoy dándole consejos a un francés, según están las cosas ahora.
Le aseguré absoluta discreción. Entendía lo que me estaba diciendo. Kurt Stöpel era muy respetado, al haber obtenido aquel segundo puesto en el Tour de Francia de 1932 (llegando a vestir el maillot amarillo, primer alemán que lo hacía), el octavo puesto en el Giro de Italia de 1933 y la primera posición en el Campeonato Alemán en ruta de 1934, como parte de un palmarés extensísimo y glorioso.
Me contó con detalle lo que nos íbamos a encontrar y, sobre todo, un punto muy interesante para atacar, algo que solo podían conocer los de la zona. Aproveché bien ese consejo y solo supieron o pudieron reaccionar a ese ataque el holandés Schulte, que acabaría ganando la etapa, el líder de mi equipo Léon Level, al que había avisado y el belga Moerenhout, que entró delante de mí en uno de esos sprints que no servían para nada y de los que yo no era especialista como Stöpel. Level me dejó entrar antes que él, según me dijo, como agradecimiento por haber ideado la escapada y haberle dejado ir sujeto a mi rueda casi toda la ruta, pues él no era precisamente un rodador, sino más bien escalador. Entrar tercero en esa etapa tenía una recompensa económica muy sustanciosa, que me vino muy bien.
No pude darle las gracias a Stöpel por su buen consejo, pues no le vi al final de la vuelta, que acababa también en Berlín tres semanas más tarde. Hubiera sido imposible, aquello fue un caos de personas, policías y militares. Habían venido autoridades de renombre a entregar el premio al ganador, el alemán Georg Umbenhauer. A los extranjeros que no habíamos quedado entre los tres primeros nos habían pedido que nos fuéramos, por seguridad.
Llegada de la última etapa en Berlín |
Además, el final de la etapa no fue en un estadio, como solía ocurrir, sino que terminaba en las calles, para que la multitud pudiera aclamar a los ciclistas, estando la meta frente a la Universidad Técnica de Berlín, desde donde se divisaba la Puerta de Brandenburgo.
Propaganda política
Durante las etapas de la Vuelta a Alemania me impactó mucho lo politizado que estaba todo. Había esvásticas por todos lados: en las salidas, llegadas, en los pueblos, en los pasos de montaña... Algunos ciclistas alemanes hacían el saludo militar antes de la salida, con el brazo levantado y la palma hacia abajo. Incluso algunos espectadores, al vernos pasar, hacían el mismo gesto. Lo cierto es que cuando me enteré de la posterior invasión de Polonia no me cogió por sorpresa en absoluto.
Este año la prueba cambió de nombre, de Internationale Deutschland-Rundfahrt (Vuelta Internacional a Alemania) al más rimbombante y nacionalista nombre de Großdeutschlandfahrt (Vuelta a la Gran Alemania). La llamaban así porque pasaba por los territorios recién anexionados (Austria y Checoeslovaquia), además de la propia Alemania.
Aquella Vuelta a Alemania, de hecho, tuvo una organización espectacular. El régimen nazi la denominó la carrera ciclista por etapas más grande del mundo. Y seguramente lo fue. La intención era mejorar al Tour de Francia de ese año en kilómetros, días de competición y dinero. Una demostración al mundo del poder alemán.
Fueron 20 etapas, dos más que el Tour de Francia. 5.049 kilómetros, 800 más que el Tour. Y el presupuesto era un tercio mayor al del Tour. Para no quedarse atrás, instauraron también tanto el jersey amarillo para el líder, como la clasificación de la montaña, inexistentes hasta entonces.
Otra innovación, ésta muy de agradecer, es que la organización se encargaba del alojamiento y de la comida, no tenías que buscar cada día un lugar donde dormir ni dónde comer, como ocurría en otras vueltas por etapas. Acostumbrados a pasar penalidades en estas vueltas, con una alimentación muy deficiente que nos generaba debilidad, en la prueba alemana aprovechamos para comer de lo lindo, aunque siempre hubo favoritismo hacia los alemanes.
También los mejores hoteles eran para los corredores alemanes, pero no seré yo quien se queje, porque al menos teníamos una cama blanda al acabar el día.
Salíamos al amanecer, a las 4 ó 5 de la mañana, intentando huir del calor de las horas centrales. Pero el madrugón era inútil, las etapas eran tan largas que se nos echaba encima el calor y parte de la tarde.
Pero lo que más me llamó la atención es que al ser etapas muy largas, casi todas por encima de 200 kilómetros, teníamos una pausa obligada a la mitad del recorrido de cada día (algo insólito en el ciclismo), donde nos parábamos durante media hora para comer y beber. Mientras tanto, en cada localidad donde esto ocurría, nos ofrecían un espectáculo: escuchar tocar a una banda de música, ver bailes tradicionales o escuchar un coro de jóvenes locales.
Me sentí bien tratado en general en aquella vuelta, si bien no me gustó que la propaganda política funcionara a todo trapo y sentirme utilizado para ella.
Hubo tres días intermedios que no se pedaleaba. Los llamaban “Tage der Erholung und Kultur” (Días de recuperación y cultura). El primer día de descanso, a pesar de que nos apetecía dormir y quedarnos tumbados recuperando las muy doloridas piernas, nos llevaron en autobuses a visitar a unos de los principales patrocinadores de la Gran vuelta, la fábrica de bicicletas Phänomen, en Zittau. Estábamos todos un poco sorprendidos, aquello parecía una visita del colegio cuando éramos estudiantes. Phänomen tenía, de hecho, un equipo en esa vuelta y el líder de ese equipo fue quien a la postre ganó la clasificación final. Luego nos recibieron en la asociación turística de la región y nos regalaron una carpeta con fotografías y mapas de recorridos por el bonito entorno de la comarca.
El segundo día de descanso, en Viena, nos hicieron una recepción y recorrido por la ciudad, igual que el tercer día de descanso en Stuttgart, donde el régimen alemán nos llevó al Ayuntamiento a conocer a dos famosos boxeadores germanos, Adolf Heuser y Max Schmeling. Mi compatriota Georges Lachat, que al día siguiente del descanso en Stuttgart haría un buen cuarto puesto en la etapa, nos preguntaba a los demás franceses, con su acento del Departamento de Lot-et-Garonne y ejecutando una típica pose de boxeador, si habíamos venido a pedalear, a boxear o a hacer turismo, generando un buen número de risas entre los seis miembros del equipo francés.
Tampoco me gustó que un mes más tarde, en el Tour de Francia, no hubiera reciprocidad. Aunque nuestro equipo francés estuvo presente en la vuelta alemana, ni los ciclistas alemanes ni los italianos obtuvieron el permiso de sus respectivos países para asistir al Tour de Francia, que pese a eso tuvo una participación numérica algo mayor que la Vuelta a Alemania, 80 frente a 68.
El reencuentro
Miro a Kurt Stöpel tirado en el suelo, herido, vestido de soldado, tan distinto, con unas trinchas rodeándole el pecho y la espalda, en vez de una cámara de repuesto; con unas cartucheras en vez de unos bolsillos llenos de comida para el camino; con una gorra militar en vez de una gorra y gafas de ciclista. ¡Qué diferente! Solo le he podido reconocer por esos ojos, esa mirada penetrante que te dejaba helado y que ahora suplicaba, pidiendo misericordia.
Estoy aturdido porque hemos estado a punto de matar a un as del ciclismo, aunque ahora es solo un prisionero en mis manos.
Veo que ha recibido una bala en el costado izquierdo. Sangra, pero no parece fatal. La bala ha entrado y salido por el borde del costado. –No vas a poder montar en bicicleta en unas semanas, Stöpel- le bromeo. Me devuelve una mueca de sonrisa.
Me traen el botiquín y le hago una primera cura. Como buen ciclista, acostumbrado a sufrir, no se queja. Cuando le duele solo aprieta los dientes, como si estuviese subiendo un puerto, y me da las gracias como treinta veces durante la cura.
- ¿Qué probabilidades teníamos de encontrarnos aquí, Oubron? ¿Una entre un millón?- me dice.
- Si, parece increíble, Stöpel.
Nos tenemos que ir de aquí, por si vienen más alemanes. Al otro alemán lo están ayudando dos compañeros a incorporarse, pues está algo peor. A Stöpel le levantamos entre Marchand y yo. No parece tener afectado ningún órgano importante, quizás solo alguna costilla, por lo que puede andar y volverse con nosotros.
- Eres nuestro prisionero, te tengo que llevar al lado francés.
- Lo entiendo, estás cumpliendo con tu deber. ¿Por qué te hacen caso todos a ti? No te veo graduación ninguna.
- Soy soldado como tú, pero un capitán que me reconoció como ciclista me puso al mando de este pelotón, porque dice que sé cómo llevar un pelotón ciclista.
Stöpel sonríe ligeramente y me dice:
-Si al menos hubierais venido en bicicleta. No sé vosotros, pero en nuestro lado hay algunas divisiones ciclistas. Me indigné cuando no me destinaron a una de ellas.
Soldados alemanes en la Segunda Guerra Mundial |
- No tengo conocimiento de que haya divisiones ciclistas en el ejército francés, por eso me alisté con la infantería, ya sabes que soy corredor de ciclo-cross y solía sacar ventaja en la parte a pie.
- ¿Qué hacemos en esta guerra, Oubron? Nosotros no deberíamos estar aquí, ni yo tengo nada contra ti, ni tú nada contra mí, y sin embargo aquí estamos pegándonos tiros.
- Obedecer órdenes, Stöpel, eso es lo que hacemos aquí, igual que hacíamos en nuestros equipos ciclistas. Y allí ya hablábamos de “atacar”, “reventar al enemigo”, “ir a degüello”…, aquello también era como una guerra, pero con la única munición de nuestras piernas.
- Te estuve buscando al término de la Vuelta a Alemania, para felicitarte por tu buen puesto, pero no dejaban moverse a nadie, fue imposible. Parece que te sirvieron para algo los consejos que te di en Berlín para la primera etapa, pues leí en la revista de bicicletas “Der Deutsche Radfahrer” que quedaste tercero. ¿Atacaste donde te dije?
- Yo también te busqué con la mirada al llegar, precisamente para darte las gracias por tus consejos. Ataqué donde me dijiste, a la salida de aquel pueblo, una bajada suave en la que apreté fuerte, tras la curva apareció aquella subida inesperada y con el impulso de la bajada más el de mis propias piernas salí disparado hacia arriba. Había avisado a mi compañero Léon Level, que en ese momento era el líder del equipo, así que estaba a mi rueda. Como Level había ganado la séptima etapa de la Vuelta a Alemania el año anterior, le habían seguido un belga y un neerlandés, que también se vinieron con nosotros. Hicimos grupo y avanzamos hasta conseguir llegar a meta, aunque siendo dos franceses, nos tocó hacer más trabajo, sobre todo a mí, y eso pasó factura al final.
- ¿Y sonreíste al entrar en meta de aquel sprint?
- Claro, desde que te vi sonreír en aquel sprint en París, yo siempre sonrío al disputar una llegada.
Los dos nos partimos de la risa, pero Stöpel tiene que parar inmediatamente, porque le duele y bastante el costado al reír. Cuando se repone me dice:
- Sí, pero en la siguiente etapa quedaste sexto, Oubron, poniéndote segundo en la general.
- Yo soy así, destaco en las primeras etapas de una gran vuelta, pero luego me desinflo. Aquella segunda etapa volvió a ganarla el neerlandés Schulte, que acabó retirándose unas etapas después. Curiosamente en aquella etapa entró séptimo, detrás de mí, el que a la postre sería el ganador de la prueba, el alemán Umbenhauer. Y mi compañero Level no respondió como se esperaba, por lo que se dedicó a la clasificación de la montaña, quedando en un meritorio tercer puesto final y decimoprimero en la clasificación general. Ya viste que solo pude conseguir la sexta posición en la clasificación final.
- Magnífica posición, Oubron. Te contaré algo de Georg Umbenhauer, el ganador alemán de la Gran Vuelta a Alemania. Le hicieron algo muy feo. El padre de Georg murió a la mitad de la prueba, pero el régimen prohibió a la prensa hablar sobre ello, para que el líder alemán no abandonara la prueba, presa del desánimo y el dolor. Se enteró cuando volvió a Nuremberg, su ciudad.
-Sin duda no lo sabía al llegar a Berlín, se le veía muy sonriente y feliz en la entrega de premios.
Umbenhauer en la ronda de honor después de su victoria |
Rivales y amigos
Mientras nos aproximamos a la Línea Maginot, mi compañero Gilbert cruza la mirada conmigo, me hace un gesto de interrogación. Miro al resto de mis compañeros. Están todos sorprendidos de que esté hablando animadamente con un enemigo. Les tengo que explicar de qué conocía a este alemán de sonrisa cautivadora y ojos endiablados y por qué tenemos tanto en común. Les explico que hemos surcado las mismas carreteras encima de una bicicleta, pero ahora estamos pisando los mismos caminos enfangados, en una situación que no hubiéramos imaginado hace solo unos meses. Que aunque ahora sea un enemigo, me unen a él muchas cosas que solo pueden entender los ciclistas: el placer de salir en bicicleta a practicar, notando el aire en la cara, sintiendo que ese mecanismo poderoso que son los músculos de las piernas nos llevan a altas velocidades por los caminos y carreteras. Ambos hemos sentido la desilusión de la derrota, el placer de la victoria, el ánimo de los aficionados a lo largo del camino; hemos escuchado la respiración de nuestros compañeros de fuga durante una pendiente imposible, haciendo música con el acompasamiento del aire que exhalamos e inhalamos con dificultad; hemos superado umbrales de dolor que nadie imaginaría. Nos hemos reído con las bromas de los compañeros del equipo, pues no hay camaradería igual a la generada durante el pedaleo. También hemos sentido la soledad cuando las pruebas acababan, cuando vuelves a tu rutina de levantarte temprano para salir en bicicleta, antes de tu verdadero trabajo de panadero, herrero, albañil o lo que te haya tocado en suerte en esta vida. Como mensajero en bicicleta, que fue lo que hizo Stöpel de joven en Berlín, según me acaba de contar.
Ya en territorio francés, y antes de que se lleven a Stöpel a un centro de prisioneros, charlamos largo y tendido de nuestras carreras, de nuestros triunfos y también de nuestras miserias.
Nos reímos de aquellas etapas que tenían premios en especie,
en vez de metálico. Stöpel recordaba cómo le regalaron una vez un saco de
patatas y decía socarronamente que se las tendría que comer todas esa noche para cenar, porque
no pensaba cargar con ellas en las siguientes etapas. Mi anécdota fue el regalo
de dos pollitos vivos por quedar primero en una meta volante que pasaba en
frente de una famosa granja en el Departamento de Cantal. Cómo me los metí en los bolsillos del maillot, circulando unos kilómetros con ellos antes de dárselos a un crío que había al lado del camino, los pollitos asomando sus cabecitas, pero quedándose quietos en el calor del bolsillo.
Stöpel me contaba como al acabar algunas pruebas, cuyas salidas distaban algunas veces más de cien kilómetros de su casa, tenía que ir y volver en bicicleta, con toda la paliza de la carrera en las piernas. Yo también recordaba algo así, ir a una prueba, tener que acercarte a la salida en bicicleta y llegar tan cansado que en la prueba solo podías intentar llegar con el grupo. En esto siempre tenían ventaja los ciclistas locales.
Me entero de que a Stöpel en 1932, tras quedar segundo en el Tour de Francia, en la entrega de premios el ganador, el francés Leducq, se le acercó y le dijo al oído “Ambos ganamos” y a continuación, en un gesto que le honraba, Leducq le dio su ramo de flores de ganador a Charlotte, la esposa de Stöpel. También que en 1935 tuvo una caída que le hizo retirarse del Tour de Francia y, poco a poco, de la competición.
Leducq y Stöpel en el Parque de los Príncipes, en la entrega de trofeos al finalizar el Tour de Francia de 1932 |
Somos tan parecidos, hemos pasado cosas tan similares, que parece mentira que estemos ahora en bandos diferentes. La locura que envuelve el continente nos ha reconvertido en combatientes mortales.
Antes de que se lo lleven, me sonríe y me da las gracias.
- Pero ¿cómo me das las gracias, si te he hecho prisionero?
- Gracias por dejarme compartir contigo durante un rato la vida de ciclista que tan dichoso me ha hecho. Espero que la próxima vez que nos veamos sea paseando en bicicleta.
-Stöpel, que todo te vaya bien. Le he dicho al capitán que eres ciclista, creo que eso ayudará.
Según se lo llevan, se gira mientras me sonríe, con esa misma sonrisa del sprint en la última etapa del Tour de 1934, la sonrisa del que piensa que es irónico estar disputando una guerra perdida.
FIN
Este relato está basado en hechos reales ocurridos en los años 30 del siglo XX
En las pocas, breves y, en algunos momentos, contradictorias crónicas que hay sobre el encuentro en el frente militar entre Robert Oubron y Kurt Stöpel, se habla de que ambos se conocían de haber competido en algunas pruebas ciclistas, cosa esta última que no parece ser cierta, aunque la prensa decidió adornarlo de ese modo, porque la carrera ciclista de Oubron comenzó cuando terminaba la de Stöpel y he podido comprobar que no coincidieron en sus participaciones de las distintas pruebas en el año 1935 (ver los enlaces abajo).
Sin duda se conocieron de otro modo, por lo que me he permitido la licencia de narrar dos supuestos encuentros entre ambos. El resto de datos que se muestran (posiciones, participaciones, etc.) son verídicos y están debidamente documentados en los enlaces a continuación.
Oubron continuó participando en pruebas ciclistas hasta 1950, sobre todo en ciclo-cross, donde era un renombrado especialista. Luego fue entrenador. Murió en 1989, a los 75 años de edad.
Kurt Stöpel probablemente fue liberado poco después de este episodio, tras la invasión alemana de Francia en mayo-junio de 1940 y la posterior firma del armisticio. En la página web memorial de Stöpel (referenciada abajo) no se narra (o no entran en tantos detalles) el encuentro entre Oubron y Stöpel, pero menciona que estuvo destinado durante la guerra en Francia y los Balcanes. Murió en 1997, a los 89 años de edad.
Referencias bibliográficas:
- Historia de la Bicicleta - Bicicletas de colección - Ediciones Del Prado - Fascículo 28, página 335.
- O Estado-15 de diciembre 1939, página 4
http://hemeroteca.ciasc.sc.gov.br/oestadofpolis/1939/EST19387841.pdf
- Diario de Burgos-6 de enero 1940, página 2
http://www.sitiodeciclismo.net/coureurfiche.php?coureurid=6793#uitslagen
https://www.hall-of-fame-sport.de/mitglieder/detail/Kurt-St%C3%B6pel/
http://www.sitiodeciclismo.net/coureurfiche.php?coureurid=12535
http://www.memoire-du-cyclisme.eu/palmares/oubron_robert.php
http://www.sitiodeciclismo.net/ritfiche.php?ritid=44705&wedstrijdvoorloopid=2544#ucira
https://www.cycling4fans.de/index.php?id=2974
https://cykelmagasinet.dk/gro%C3%9Fdeutschlandfahrt-verdens-stoerste-etapeloeb
8 comentarios:
Muy buen trabajo Juan. Unir aquellos dramáticos tiempos con una "amistad posible" entre amantes del ciclismo y por ende de todo aquello que lo rodea. Camaradería, complicidades de un saber que sólo aquellos que lo han vivido lo saben. Excelente.
Me ha traído recuerdos de aquel día que visite el museo de la ciencia en Milan y me quede observando una bicicleta de paracaidista, construida con múltiples piezas que se ensamblaban con pasadores y bisagras,...lo dicho muy bueno.
Gracias Carlos.
Esos días que he tenido que estar forzosamente en casa han dado para investigar el encuentro entre estos dos ciclistas que tuvo lugar al inicio de la Segunda Guerra Mundial, y al final, hilando ideas, datos y un poco de imaginación, ha ido saliendo esto.
Muchas gracias por leerlo y comentarlo.
En los tiempos de la hiperconectividad, las amistades superfluas, superficiales, relaciones Kleenex, los narcisismos e infantilismos de las redes “fecales”, este tipo de amistades ficcionadas y por qué no, verosímiles, son un canto a la verdadera amistad y aprecio por la otra persona; que pase el tiempo y aquello que un día unió de una manera indeleble siga existiendo es digno de apreciar y valorar y esto es lo que ocurre en este relato
Buena historia!!
¡Gracias Sagri!
Carlos, como buen observador que eres, has dado en el clavo.
Muy buen dato, eres un crack 🚴♂️
Estupendo relato, cuando lo empece a leer pense q ya lo habia leido, creo q me habíais hablado de este suceso. Lo que mas me ha gustado es la historia personal. Ya es casualidad. Una pena q puedan darse estas situaciones. Muy currada la documentacion. Me gustado mucho el cartel de la vuelta alemana, parecen mas bonitos q los actuales. Yolanda
Gracias Yolanda. Si, lo mismo te he hablado de ello en algún momento.
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