Eran aquellos tiempos en los que ir en bicicleta por esta
ciudad vestido de calle era extraño, algo que solo los más antiguos recordaban,
y siempre asociado a la pobreza, a la escasez de recursos de épocas anteriores.
Es por eso que me sorprendió ver una bici atada a las
puertas de mi restaurante vegetariano habitual. En aquellos años, los pocos –muy pocos- que
nos desplazábamos en bicicleta por esta ciudad nos conocíamos casi todos.
Conocíamos nuestras caras, nuestros gestos sobre la bici y nuestra forma de
montar. Y, desde luego, conocíamos a nuestras bicicletas.
Esa bicicleta de carretera, reconvertida en bici urbana, yo
no la conocía. Así que la estuve examinando durante un rato, por su belleza y
por adivinar a qué tipo de persona pertenecía. ¿Alto-bajo, hombre-mujer,
joven-mayor, rico-pobre…?
Me encantaba hacer retratos robot de personas solamente
mirando su bicicleta. Era un entretenimiento que comencé a desarrollar en Zurich,
durante los meses de trabajo que viví allí. Vivía en un segundo piso y, mirando
desde la ventana, escogía una bicicleta
del aparcabicis, estudiaba cuidadosamente sus detalles e imaginaba cómo era la
persona a la que pertenecía. Luego comparaba mis conjeturas con el dueño cuando
llegaba a recogerla y aprendía de mis errores. Hasta que logré un margen de
aciertos muy grande entre el dueño imaginado y el dueño real.
Esta bicicleta enfrente del restaurante era de un tamaño
medio, pero tenía el sillín bajado hasta el límite, lo que implicaba una
persona con pocos recursos, porque había conseguido una bicicleta mayor a su
tamaño, pero bastante económica, conformándose con bajarle el sillín sin más,
para llegar a los pedales. Eso o que era muy novato y no sabía parar sin
abandonar el sillín, por lo que iría con las piernas muy flexionadas mientras
pedaleaba.
La bici en general estaba sucia y con algunas ralladuras en el
cuadro. Había tenido timbre hasta hacía poco tiempo, aún se apreciaba dónde
había estado abrazado, luciendo ahora ese segmento del manillar más limpio que
el resto. Por este detalle me inclinaba a pensar que la bici pertenecía a un
hombre, ya que por entonces los había aún propensos a pensar que un timbre en
la bici les quitaba un cierto grado de hombría, siendo un prejuicio extendido
entre algunos ciclistas del género masculino en aquellos años. Las ruedas iban
muy infladas, pero con el gasto de la banda de rodadura muy amplia, como
aguantando bastante peso.
Me decanté por lo tanto por un hombre de mediana
altura tirando a bajo, con algo de sobrepeso, de clase media-baja.
Aparqué mi bici cerca de la nueva y entré al restaurante,
escudriñando a todo el mundo, intentando descubrir de un vistazo quién era el
ciclista urbano, pues lo suelen llevar escrito en la frente: la satisfacción en
la cara generada por las endorfinas, el pelo despeinado… Yo mismo entré con
todos esos síntomas y además con la tobillera reflectante en la mano, para ser
reconocido y, quién sabe, sentarnos juntos a hablar de bicis mientras comíamos.
El caso es que nadie coincidía exactamente con mi retrato
robot.
Me senté a que me sirvieran y observé si algún cliente miraba
frecuentemente a la puerta. Era verano, tenían las puertas abiertas y la bici
se veía, majestuosa, allí afuera. Había un chaval de unos veinticinco años que
estuvo mirando un rato hacia la puerta y coincidía en todo menos en lo de la
altura de mi retrato, pero pensé que podía tener bajo el sillín solo por
desconocimiento, por ser novato. Estuve a punto de decirle algo sobre su bici,
pero entonces apareció por la puerta la chica a la que esperaba y no volvió a
mirar más hacia fuera.
Un hombre de mediana edad que estaba acompañado por varias
personas iba vestido de forma mucho más desenfadada que el resto de
personas con las que estaba, por lo que pensé que quizás podía ser él. Pero era
más bien delgado y su estructura muscular no me hacía pensar en absoluto que
pudiera ser ciclista.
Así estuve toda la comida, examinando una a una a todas las
personas.
Convencido finalmente de que el ciclista de la bici
misteriosa no debía estar dentro del restaurante, pedí la cuenta. Mi siempre
amable camarera me la entregó y me dijo: “¿Sabes? hoy he venido en bici, como
tú. Eres una inspiración, siempre tan sonriente, tan delgado y con esa
vitalidad, así que me ha dejado mi padre una que no usa, para probar. ¡Qué raro
que no me hayas preguntado a quien pertenecía la bicicleta!”
10 comentarios:
Muy bueno Juan. Me ha encantado :-)
Emotivo,Juan. Algún día tendrás que reunir todos estos relatos en un libro. Nos estás acostumbrado a ellos. Gracias!!
Alguien dijo una vez, un tal Ivan Illich:"Una sociedad dónde cada persona supiera y apreciara lo que es suficiente sería quizás una sociedad pobre, pero seguramente sería rica en sorpresas y sería libre". Creo, que le viene bien a tú pequeño relato.
Muchas gracias a todos.
Bonita cita del filósofo Illich, con la que me identifico.
Muy buena historia, dan ganas de enviar una foto de mi bici para obtener mi retrato robot :)
Jajaja, muy bueno Chris.
Un relato claro u sencillo como la propia bici.
Ya hace tiempo que le vengo dando la murga a Maese Merallo de poner negro so bre blanco textos sobre la lentitud, la bici y el deslizarse con la luz, pero ni caso.
A ver si te enseño un día un librito auto producido y te entra el gusanillo,gracias.
Ciclosherlock :-)))
Como siempre, una pluma admirable. Gracias por traernos estos buenos ratos
Gracias Carlos, Mariano y Guss
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