lunes, 19 de junio de 2023

Una bicicleta roja

 


Miguel va resoplando, preocupado por llegar algo tarde y por la urgencia con que Ana, una de sus dos hermanas, les había convocado en la casa de su madre, en el pueblo en el que habían vivido los tres de pequeños.
- Tu dirás Ana - dice Miguel-, qué es eso tan urgente que nos quieres contar a Isabel y a mí.
- Gracias por venir, hermanos. A ver, no es urgente de vida o muerte, pero a mí me tiene preocupada. Se trata de Mamá, que quiere comprarse una bicicleta roja.
- ¿Y cuál es el problema? - contesta Isabel, volviendo las palmas de las manos hacia arriba.
- ¿Cómo que cual es el problema? – responde Ana con los ojos muy abiertos. – Isabel, tu vives en la ciudad y allí puede que sea normal que una señora de 78 años se pasee en bicicleta en pleno año 1994 por las calles, aunque tampoco creo que allí sea normal. Pero esto es un pueblo y aquí eso se considera muy raro.
- Yo creo que eso son prejuicios tuyos, Isabel. De todos modos ¿por qué una bicicleta, y por qué roja? Que yo sepa no sabía montar. ¿Ha aprendido?
- A ver Ana, te respondo una a una tus preguntas. Lo primero, Mamá está rara últimamente, tú y Miguel no lo veis porque no vivís aquí. Por ejemplo, hace poco fui con ella de compras, porque necesitaba unas bragas, siempre las había usado o blancas o negras. De pronto vio unas de color verde fosforito en el mercadillo y dijo que le gustaban. Me extrañó mucho, pero no le dije nada porque al fin y al cabo nadie se las va a ver, supongo… Pero lo de la bici ya es otra cosa. Desde que murió padre se está descocando. Dicen que es normal, que les ocurre a algunas mujeres de esa generación, pero todo tiene un límite, que soy yo la que vive en el pueblo y voy a tener que escuchar de todo si se compra la dichosa bicicleta.
- ¡Joder con Mamá! Quién la ha visto y quien la ve – dice sorprendido Miguel.
- Pues sí, ya veis. Y ahora te respondo a lo de por qué una bicicleta y roja. Pues parece ser que el de la gimnasia, el que viene todos los miércoles por encargo del ayuntamiento a hacer moverse un poco a los mayores, se ofreció a enseñar a las mujeres a montar en bicicleta, pues ninguna sabía. Y nuestra madre al parecer levantó rápidamente la mano como si estuviera en un colegio de Primaria. La sorpresa es que, aunque siempre ha sido un pato, aprendió en diez minutos y ya no se quería bajar. Ahora quiere su propia bicicleta. Y dice que tiene que ser roja, como la que tenía su primo Ignacio cuando eran jóvenes y la llevaba en la barra al baile durante las fiestas del pueblo de al lado. Tu imagínate, lo que van a decir en este pueblo, que las mujeres nunca han ido en bicicleta. Y ya tan mayor. La tonta de la bici, la van a llamar.
- Pues no creo que sea para tanto – responde Isabel-, si a ella le gusta y quiere emplear el dinero en ello, yo no me opongo. ¿Qué piensas, Miguel? Tú que eres ciclista.
- Pues pienso que no creo que en este pueblo estén preparados para ver algo así, tiene razón Ana. Además, se podría caer. Caerse de la bici está a la orden del día… y con su edad.
- Esto sí que no me lo esperaba -dice incrédula Isabel-, que tu estés en contra, tú que eres un enamorado de las bicicletas.
- Una cosa es que me gusten las bicis y otra es la seguridad de nuestra madre- balbuceó Miguel.
- Ya lo ves, Isabel – espeta Ana-, en esta familia tenemos la cabeza bien sentada, excepto tú, la artista, que siempre estás con ensoñaciones.
 
Isabel tuerce el gesto. No le gusta cuando Ana comienza a darse aires de superioridad. Es cierto que Ana es la que más ha triunfado en la familia. Una carrera brillante como empresaria, los negocios marchando a toda vela, un marido que parece salido de un catálogo de moda e hijos guapísimos y muy listos. Pero eso no le da el derecho a humillar a los demás, a hacerles parecer inferiores todo el tiempo. Ese comentario no iba a conseguir sino que su posición se hiciera más fuerte aún.

De los tres hermanos, Miguel es el deportista, con un trabajo que da lo justo para vivir, sin pedirle mucho a la vida. Ana la empresaria, triunfadora exitosa. Isabel la artista, la incomprendida, a la que sus padres y sus hermanos llevaban toda la vida diciendo que se buscara un trabajo como-dios-manda.

- Vamos a ver -Isabel decide contraatacar- Mamá ha estado toda su vida haciendo lo que los demás le decían que era lo correcto, nunca se ha podido realmente dedicar a sí misma, a hacer lo que le gusta, siempre volcada en los demás, su marido y nosotros. Dejadle que disfrute de los últimos años que le quedan. Si a ella no le importa lo que digan los demás ¿por qué nos tiene que importar a nosotros? Además, cuando éramos pequeños nos molestaba que nos prohibieran las cosas que nos gustaba hacer, era principalmente padre quien nos lo prohibía, madre nos solía apoyar. ¿No deberíamos apoyarla ahora a ella?
- Pues tienes razón – cambia de opinión Miguel- esto es como cuando le decías, Ana, a padre, ya a punto de fallecer, que no comiera dulces porque le sentaban mal. El disfrutaba ese momento, pues haberle dejado que disfrutara. Lo mismo para madre.
- Muy bonito Miguel – contesta Ana amenazante- ahora cambias de opinión, eres un veleta. Claro, tú siempre has sido el preferido de Mamá, así que, a seguirle la corriente, como siempre.
- A lo mejor yo era el favorito de Mamá porque era el que no le hacía la vida imposible.

Llegados a este punto, se quedan todos pensando, malhumorados, mirando hacia el amplio ventanal de planta baja que da directamente a la calle, imaginando qué decir a partir de ahí. De pronto, a través de ese ventanal pasa una figura esbelta, llamativa… es su madre, montada en una bici roja, orgullosa, recta, decidida.

Salen los tres corriendo a la puerta. Allí está su madre, bajándose de la bicicleta roja.
 
- Os presento a Aurora, mi bicicleta nueva.
- Ya te la has comprado – dice enojada Ana- sin esperar a escuchar nuestra opinión.
- Hija, si a mi edad no voy a poder tomar mis propias decisiones, ya me dirás.

Isabel y Miguel se miran cómplices y comienzan a partirse de la risa. 

- ¿Y a vosotros que os pasa, hijos?
- Que quieres que les pase, madre, lo de siempre, que están tontos. -dice aún más enojada Ana-. Anda, pasa y esconde esa bicicleta dentro antes de que te la vean.
- A no, si yo me voy con ella ahora mismo.
- ¿A dónde te vas? – dice alarmada Ana.
- A las fiestas del pueblo de al lado, así no os tengo que estar molestando para que me llevéis en el coche.  ¿Queréis acompañarme alguno? Os llevo en la barra.


viernes, 26 de mayo de 2023

El ciclista nocturno

 


Todas las noches de verano daba un paseo en bici hasta la laguna. Me levantaba de la cama cuando mis padres se habían dormido y me deslizaba, sin hacer ruido, a través de la ventana, que luego dejaba semiabierta, esperando mi vuelta. Recogía la vieja bici sin marchas de mi padre y, con el silencio cómplice de la bicicleta, me dejaba caer por la ladera, guiado por el croar de las ranas. Al llegar a la laguna, estas saltaban hacia el agua y con su salto comenzaba el silencio.

Allí me quedaba yo un buen rato, sentado en el puente, absorbiendo con la mirada y el olfato toda la atmósfera nocturna de la laguna. Después del ajetreado día, la noche estrellada era un sinónimo de calma. El silencio solo quedaba interrumpido por algún tímido sonido nocturno, como el cantar de algún mochuelo, o algún jabalí o zorro que se detenían a beber, meciendo a su paso las matas y los juncos. La luna, las estrellas y la última farola del pueblo reflejaban su imagen en el agua, imagen que se contorsionaba con el ligero oleaje provocado por el anterior salto de las ranas, creando un baile de reflejos.

Yo sonreía al imaginar de nuevo a mi padre a la mañana siguiente repitiendo la misma letanía: lo extraño que resultaba que todas las noches, a eso de las once y media, las ranas enmudecieran durante un rato sin saber por qué. Decía que estaba tan acostumbrado a oírlas en la lejanía durante las noches de verano, que cuando callaban se despertaba. Para la mente inconsciente, el equilibrado y distante sonido del croar de las ranas era la armonía, y su ausencia una anomalía que rompía el hábito sonoro.

Podría ir andando a la laguna, pero prefería ir en bicicleta, las cosas se veían diferentes. Llegar a esa velocidad, casi sin control, me daba la sensación de estar tomando la laguna al asalto, a la que luego sometía al yugo de mi mirada, que se perdía entre sus reflejos. Solo el tiempo suficiente para sentir esa paz que me permitía conciliar el sueño en mi cama más tarde.

Además, al ir en bicicleta tenía la sensación de no estar solo, al verla apoyada sobre el cancho, con su manillar también mirando hacia la laguna.

La seguía llamando “la bicicleta de mi padre”, porque fue él quién la compró y quien la usó durante largo, pero de un tiempo a esta parte, el que la usaba, y mucho, era yo. Aprovechaba cualquier momento del día para darme una vuelta, con cualquier excusa, todo por sentir la velocidad del aire corriendo por mi cara, mis brazos y mis piernas.

Al volver de la laguna, sin hacer ruido alguno, dejaba la bicicleta donde la había cogido, entraba por la ventana, me acostaba con una sensación de placidez inigualable y me dormía con una sonrisa, al imaginarme al día siguiente, una vez más, a mi padre diciéndole a mi madre:

- No sé si tu entiendes lo de este chico, con lo temprano que se acuesta y lo tarde que se levanta… pero claro, no me extraña, estará cansado, todo el día danzando por ahí con la bici.

lunes, 10 de abril de 2023

El eslabón perdido

Lillo (Toledo)

-Pepe, coge la bicicleta y vámonos al casino, que llegamos tarde a la partida con los amigos.

Hubo un tiempo en que esta frase no sonaba extraña en este nuestro país. Una época en la que se usaba la bicicleta de una manera muy natural en nuestras ciudades y pueblos.

Lillo (Toledo)

Desde su invención, allá por finales del siglo XIX, la bicicleta fue incrementando su uso, pasando a ser uno de los medios de desplazamiento más populares en la primera mitad del siglo XX, no solo en nuestro país. En las grandes ciudades se recuerdan nostálgicas fotografías de ciclistas montando en bicicleta de la forma más natural, con solo algún, o ningún, coche alrededor. Pero esto no solo ocurrió en las grandes ciudades. En las zonas rurales la bicicleta también se convirtió en un medio de transporte muy habitual.

Tembleque (Toledo)

Sin embargo, en los años 60 y 70 la cosa cambió. El acceso relativamente fácil al automóvil desbancó a la bicicleta, desterrándola a los trasteros y desvanes, no solo por el paso de esta al automóvil, sino por la ocupación del espacio público por este último.

Casino de Tembleque (Toledo)

En los últimos años se empieza a recuperar algo el uso de este eficaz medio de transporte que es la bicicleta. Por lo tanto, ha habido una serie de años en los que la bicicleta prácticamente desapareció de nuestras ciudades y pueblos, al menos para su uso como medio de transporte. ¿Pero esto fue así en todos los casos? No. Como ocurría con la aldea de Asterix, había algunos reductos que se negaron a ser invadidos por el coche, que nunca perdieron ese uso de la bicicleta, pueblos que siguieron viéndola útil y sus ciudadanos han seguido usándola hasta hoy. El eslabón (ciclista) perdido.

Villarrubia de Santiago (Toledo)

En los años 90 y posteriores pasé por esos pueblos a los que llegaba en un recorrido cicloturista (las fotos de esta entrada fueron tomadas en esos momentos), y nadie te miraba raro, eras uno más. De pronto, veías bicicletas aparcadas en las puertas de las casas, sin candado, esperando a su dueño (Lillo, Toledo). O el casino del pueblo (en Tembleque, Toledo) con varias bicis apoyadas en la pared, cerca de la puerta. O a un señor saliendo de su casa con una alforja de esparto (Villarrubia), para ir al mercado a comprar, o a la huerta a recolectar algo para comer al mediodía. O una simpática reunión de ancianos que debaten sobre temas de actualidad en su banco preferido, desde el que se tiene una panorámica de los campos anexos al pueblo, cada uno con su bici al lado, apoyada en su pata de cabra. O un increíble y continuo cruce de gente en bicicleta yendo y viniendo, como si fuera Amsterdam (Rincón de Soto). Uno se preguntaba: "¿Es que he dado un salto al pasado y no me he enterado?".

Un pueblo de Valladolid

Eran lugares a los que llegabas y te daban ganas de quedarte, no querías salir huyendo como ocurría en otras localidades. En algunos de ellos me quedé a pernoctar, sin ruido ni contaminación. Lugares amables.

Un pueblo de Valladolid

Esos lugares, que habían permanecido fieles a la bicicleta, son casos muy contados, pero incluso a los medios de comunicación les ha llamado poderosamente la atención. 

A continuación, pongo algunos ejemplos.

Rincón de Soto (Rioja)

Tembleque (Toledo)

Fuentes Claras (Teruel)
 
Pedanía de Rincón de Seca (Murcia)

Seguro que conocéis algún ejemplo más. ¿Me lo dices en los comentarios, por favor? Gracias. 

viernes, 13 de enero de 2023

Volver a empezar

 
Ella va también en bicicleta, en la dirección contraria a la mía y, cuando nos cruzamos, siempre hay una mirada de reojo, sus ojos sonríen cómplices en una ciudad en la que no es común el uso de la bicicleta para desplazarse.

No la veo todos los días. Sólo aquellos que voy con un ligero retraso y, que por una razón u otra, voy apresurado por no llegar tarde al trabajo.

Su bicicleta es blanca, una bicicleta baratita, con una cesta floreada colgando del manillar, una de esas bicicletas que te venden por 100 euros en el centro comercial. El casco le da una imagen deportiva más que laboral. En cambio, el chaquetón y los pantalones, más desenfadados, le confieren una innegable imagen de ciclista urbana.

Yo, sin embargo, visto como cualquier peatón, pero en bicicleta: pantalones de pinzas, zapatos negros, chaqueta, camisa sin corbata. En fin, para hacer los cuatro kilómetros y medio que me separan del trabajo (y encima parando cada dos por tres en los semáforos en rojo) no necesito un uniforme de ciclista, pues no me da tiempo a sudar.

Algún día que voy mejor de tiempo, intento ir más despacio para darle a ella tiempo a llegar a la calle donde nos cruzamos. Desde lejos la veo torcer la esquina y enfilar por la que yo vengo. No se me escapa a mí tampoco el gesto que siempre hace ella al girar, levantando la vista y mirando hacia donde debo venir yo, buscando también la referencia de mi bicicleta y mi presencia.

Soy un romántico, no lo puedo evitar. Me entusiasmo simplemente porque una chica me mira de reojo al cruzarme con ella en bicicleta. Esto, en cierto modo, llena el vacío existencial que tengo, pues vengo de una ruptura emocional un tanto traumática. Laura, que así se llamaba la chica, me tenía totalmente poseído, tanto por su belleza, como por su forma de ser y de vestir. Era también ciclista. Habíamos hecho varias rutas juntos y en cada una de ellas habíamos hecho el amor, porque las endorfinas disparadas por el ejercicio nos llevaban apasionadamente a ello. Pero un día, hace escasamente un mes, mientras volvíamos pedaleando juntos de ver una obra de teatro, me dijo que tenía algo que decirme, y me espetó, así, sin anestesia, que teníamos que dejarlo, que ella necesitaba seguir su camino. Cuando me lo dijo, estábamos precisamente llegando al punto en el que yo giraba a la izquierda y ella a la derecha, cada uno a su casa. Nos paramos, la miré consternado, ella me acarició la mejilla, me miró con cierta ternura, me dio un casto beso en el mismo sitio donde me había acariciado, me dijo que lo sentía, montó en su bicicleta y marchó hacia la derecha, hacia su casa, a esa en la que no volvería yo a entrar. Allí me quedé yo sin ser capaz de reaccionar, esperando aún que se diera media vuelta y, como en las películas, se tirara a mis brazos y me dijera que no, que lo había pensado mejor, que no podía vivir sin mí. Pero no: la figura de Laura montada en su bici se fue perdiendo, hasta difuminarse entre el humo del tráfico y la distancia. La de veces que he lamentado no haber intentado de algún modo retenerla, decirle que, por favor, no se fuera así. Pero ahora ya no hay nada que hacer, no responde ni a mis llamadas ni a mis mensajes.

Y aquí estoy ahora intentando conquistar a otra ciclista, simplemente mirándola al cruzarnos, sin ser capaz de tomar más la iniciativa, con mi acostumbrada y endémica timidez.

Hace unos días, cuando levantó la vista hacia mí, estando yo casi a su altura, le sonreí. Se dio cuenta y me devolvió la sonrisa, una sonrisa entre sorprendida y agradecida.

Al día siguiente no la pude apenas ver, pues se cruzó entre nosotros un autobús justo cuando nos encontrábamos.

Luego vino el fin de semana y se acumulan los días sin verla. Verla, mirarla cada mañana, es para mí un momento especial dentro de la monotonía diaria. La diferencia entre empezar bien el día o empezar con la sensación de que falta algo.

Este lunes me he levantado dispuesto a sonreírle abiertamente al cruzarme con ella. Para ello he estado practicando en el espejo, antes de salir, una sonrisa bien dispuesta. Una que no sea muy escandalosa, pero tampoco forzada o distante. Una sonrisa que comunique ese deseo de conocerla, de hablar con ella, de contarnos nuestras experiencias como ciclistas y luego, si surge, algo más.

Ahí viene, de frente hacia mí. Le sonrío con esa sonrisa tan milimétricamente practicada y, cuando ella también sonríe, levanto mi mano y le saludo. En ese momento, al no estar pendiente del firme de la calle, debo pasar por encima de un bache, me desequilibro y me caigo. 
 
Las caídas en bicicleta ocurren tan rápido que no te enteras de lo que está pasando y de pronto te ves en el suelo. Me intento incorporar, pero estoy un poco mareado.
 
   - ¿Estás bien, estás herido? – me pregunta una voz femenina.

La miro y es ella que, preocupada, se agacha y me mira a los ojos.

   - Si, gracias, creo que estoy bien, la única herida es la del orgullo por una caída tan tonta.
 
Veo que ha sacado mi bicicleta de la calle, la ha puesto en la acera y ha dejado su bici sobre la mía. Allí están las dos sobre la fachada, descansando juntas, como abrazándose.

Se ha quitado el casco y por el cuello le cae una preciosa melena pelirroja. Es aún más guapa de lo que ya de por sí me parecía. Me muestra una bellísima sonrisa y me explica que se tiene que ir, porque llega tarde al trabajo. Entonces me acaricia en la mejilla, en un inequívoco gesto de confortar a un herido, pienso. Pero a continuación me da un beso también en la mejilla.

Un viandante se arrodilla también a mi lado y me dice que no me mueva, que él es médico y que le cuente cómo me siento.

La chica se incorpora, levanta su bicicleta, su pedal se le ha enredado en los radios de mi bici, lo sujetan para que no se vaya. Por fin consigue desenredarlo, me deja una última mirada de ternura. Entonces su pie izquierdo se apoya en el pedal del mismo lado, con el derecho toma impulso, se incorpora, se sienta en el sillín y comienza a pedalear.

El viandante médico me tiene sujeto por los hombros y me está preguntando algo sobre si me duele la cabeza. Le echo para un lado, me incorporo, levanto la mano y grito desgarradoramente, ahora sí, hacia la imagen de la ciclista que se empieza a marchar: “¡Por favor, no te vayas!”

lunes, 7 de marzo de 2022

No hay tiempo para rendirse

Brevet de 200 km. en marzo de 2022

La semana pasada hice un Brevet, una prueba oficial de larga distancia, 200 kilómetros en bicicleta. Para los que saben de las pruebas de larga distancia que he completado en el pasado, esto no les dirá mucho. Pero para mí, para lo que he venido pasando desde el atropello que sufrí hace dos años, significa muchísimo.

El 15 de julio de 2020 salí a montar en bici después de comer, antes de que esa ola de calor que se avecinaba nos hiciera permanecer en casa a la sombra, escapando de las altas temperaturas.

En un cierto momento, subiendo una ligera cuesta en curva abierta, aunque ciega, oigo un zumbido. En una décima de segundo veo a un hombre lanzarse contra mí en patinete a toda velocidad por mi carril, saliendo de la curva. Me da tiempo a ver su cara aterrorizada, la misma que debo poner yo. Luego la nada. Me veo soñando. En el sueño, de forma muy vívida, un hombre en patinete eléctrico me embiste frontalmente. Pienso que es una suerte que sea un sueño, porque darse de frente con alguien a esa velocidad puede ser terrible.

Me despierto. Estoy sentado en el suelo de un sitio que en un primer momento no reconozco. Una persona delante de mí me pregunta que si estoy bien. Le pregunto que dónde estoy. En Pozuelo de Alarcón, me dice, hemos chocado de frente él y yo. Él iba en un patinete eléctrico y yo en una bicicleta. Le digo que no puede ser, que yo no he salido ese día en bicicleta. No contesta. Está muy nervioso. Empiezo a mirar a mi alrededor y empiezo a recordar, que es por la tarde y que sí que he salido en bicicleta.

Intento incorporarme, pero el brazo izquierdo no responde, duele cuando intento moverlo. Me incorporo como puedo y veo el brazo izquierdo literalmente colgando de mi cuerpo, como si fuera un miembro inanimado fuera de mi control.

En cierta ocasión, alguien me dijo que la gente apasionada de la bici que sufre un accidente, lo primero que preguntan al levantarse es por el estado de su bici. Debe ser una leyenda, pues desde luego no fue mi caso. Mi preocupación número uno era mi hombro y mi brazo, que flotaban inertes de mi torax.

El hombre me pregunta si puedo valerme por mí mismo o si necesito ayuda médica. Le pido que por favor llame a una ambulancia, porque algo no va bien en mi hombro y mi brazo. En ese momento pienso que me debo haber roto la clavícula, que es lo que se rompen con frecuencia los ciclistas al caer. Ojalá hubiera sido solo eso.

En breves momentos llega una ambulancia, unos enfermeros me piden que me tumbe en la camilla y hacen una primera valoración. Me dicen que me puedo quitar el casco, que está bien, sin golpes, así que la cabeza parece claro que no ha resultado golpeada. Después llega la policía, interrogan al del patinete y luego a mí. Me dicen que se llevarán mi bicicleta a sus dependencias y que, cuando esté mejor, podré recogerla.

La ambulancia me lleva al hospital Puerta de Hierro, el más cercano, donde comienzan a hacerme radiografías y escáneres.

Los traumatólogos van apareciendo allá donde estoy, viendo mi caso, hablando delante de mí entre ellos sin ningún pudor, aprecian el desnivel de mi hombro izquierdo, mucho más bajo respecto al derecho. Lo llaman “hombro flotante”. En esos momentos ha comenzado el dolor intenso y me tienen que dar medicinas para ir pasando el trago. Estoy en medio de un pasillo, pues por culpa del Covid19 no hay entonces un lugar adecuado en el que ubicarme.

En un cierto momento un equipo médico se acerca a mí y me cuenta lo que han visto en las pruebas realizadas: varias costillas rotas, además de la clavícula y la escápula. todo del lado izquierdo. Lo que peor pinta tiene es la escápula y una laceración del pulmón. Por esto último me tienen que dejar en observación y si no mejora tendrán que operarme. De la escápula ya me avisan que también seguramente me tendré que operar en unos días, pues la rotura está desplazada y rotada. Si no me opero, la movilidad me quedará muy comprometida. 
 


A uno de los médicos que pasa a verme más tarde le pregunto si podré seguir montando en bicicleta. Me mira con cara de pena, sin decir nada. Balanceando la cabeza le doy a entender que no quiero que me responda, que no diga lo que se calla por miedo a hacerme sentir peor o por miedo a fallar en el juicio clínico. O quizás porque simplemente no sabe el pronóstico. Como sea que no me ha dicho a las claras que sí que podré seguir montando en bicicleta, decido no volver a preguntarlo, para no oír aquello que no quiero escuchar. No por la cobardía de escucharlo, sino porque las palabras, según como se digan, a veces tienen el poder de hacer que te las creas y te marcan el destino, independientemente de que sean o no ciertas. Y es que yo quiero convencerme de que esto, pese a la mala pinta que tiene, no va a evitar que siga pedaleando y teniendo una vida normal.

Eso no quita que vea que la cosa va muy en serio, que el daño es enorme. Grito alarmado cuando intentan moverme el brazo para ponerme un cabestrillo. Cualquier movimiento implica un dolor insoportable.

Por otro lado, la policía me llama por teléfono para interesarse por mi estado. Les explico y me informan que puedo denunciar a la otra parte, que ha admitido su culpa y, además, por lo que han visto en el lugar de los hechos, ellos tienen claro que la culpa es del señor del patinete, que ha invadido mi carril, y así lo van a reflejar en el informe policial que harán al respecto. Yo también lo tengo claro; no obstante, no es lo que más me importa en ese momento.

Nadie puede visitarme debido al Covid19. Soy francamente incapaz de incorporarme de la cama por mí mismo. Demasiados dolores incapacitantes.

Paso una noche terrible. No me puedo apoyar en el lado izquierdo, al tener el hombro y las costillas de ese lado destrozadas. De espalda tampoco estoy cómodo, pues me presiona la escápula. Sólo del lado derecho soy capaz de descansar un poco, pero no soy capaz de dormir en toda la noche por los dolores y por los ruidos típicos del hospital. Es contradictorio que un lugar en el que se supone que uno tiene que ser capaz de descansar para reponerse, es justamente donde peor se descansa.


Por la mañana me dicen que la lesión pulmonar no ha empeorado, así que me pueden dar el alta hospitalaria, pero que me ponga en contacto con mi médica de familia para que me deriven a mi hospital de referencia, Gregorio Marañón, y que allí decidan qué hacen con la escápula.

Viene mi hermano a buscarme. Cuando me levantan de la cama para sentarme en una silla de ruedas es un ejercicio doloroso, muy doloroso, de todo el tórax por el lado izquierdo y del brazo. Lo mismo para incorporarme de la silla al coche. Subir al coche es un deporte de riesgo intentando encontrar la posición menos dolorosa. Por suerte las piernas las tengo bien y puedo caminar.

Días más tarde en mi hospital me dicen que tienen que operarme, lo que me ha pasado es inusual, que se rote y desplace la escápula no suele ocurrir. La escápula prácticamente nunca necesita operación, consolida por si sola y suele quedar bien. Es por ello que la operación será complicada.

La operación es un éxito, un diez para los cirujanos, encabezados por el doctor Mombiela. Me ponen dos placas y nueve tornillos para unir y sujetar ese hueso tan grande y complejo (el segundo más grande que tenemos en el cuerpo). Al salir de la operación, al dolor del accidente se une el dolor de la intervención quirúrgica. Me han tenido que abrir un boquete bien grande en la espalda y cortar, retirar y luego volver a coser varios músculos que estaban en el camino hacia la escápula.

Alguien me dijo que parecía el bocado de un tiburón

Durante diez días tengo que dormir sentado en un sillón, con cojines y aparejos varios. Tumbado no puedo, me duele demasiado al apoyarme en la cama. Dormirse una pequeña siesta en un sillón está bien, pero dormir en esa postura toda una noche es algo que no se lo deseo a nadie. Acabas durmiendo por agotamiento.

Pilar me tiene que ayudar a todo durante días, algunas cosas incluso semanas: a comer, a vestirme, a ducharme, a levantarme cuando estoy sentado. El apoyo de Pilar en todo este tiempo ha sido imprescindible, cada día ayudándome, pese a que ella no estaba bien (úlcera gástrica y pinzamiento lumbar, con dolores en piernas y pies). Son esos momentos cuando más aprecias de verdad todo el amor que sentimos el uno por el otro.

Una vez consigo dormir acostado el problema surge al levantarme. Con ese gesto me duele inmensamente el costado, la espalda, el hombro y los puntos de la cicatriz que tengo en la espalda (36 grapas y un punto de sutura). Además, no puedo hacerlo solo. Me tiene que ayudar Pilar cada vez. Acabo comprando un trapecio, que es un dispositivo ortopédico que se fija en la pared y del que luego me puedo sujetar con el brazo bueno para ponerme de pies. Nos ayuda mi amigo Josu a colocarlo, con el que tantas batallas he compartido pedaleando. Lo tengo que usar durante cuatro meses para levantarme.

El trapecio que me ayudó a levantarme autonomamente de la cama

Un mes y medio después del accidente comienzo la rehabilitación en el Centro de Especialidades de Moratalaz, con unas fantásticas profesionales (las dos Cristinas) a las que no puedo nada más que dedicar buenas palabras. Voy todos los días laborables de la semana durante tres meses. Al mismo tiempo, hago ejercicios en casa, tres veces al día. A las dos semanas de empezar le digo a Cristina que el brazo y el hombro me duelen mucho al hacer los ejercicios. Cuando le comento cómo es el dolor me pregunta qué ejercicios hago y con qué frecuencia. Cuando le explico que hago exactamente todos los que me ha prescrito, me dice que lo que tengo es una sobrecarga importante, que haga menos, que suelen decir de más, porque la gente al dolerle no hace lo que les piden. Pero claro, como dijo una buena amiga mía cuando se lo conté: “A cualquier persona le tienes que decir que haga más para que haga lo que realmente tiene que hacer, pero a Juan Merallo le tienes que decir menos de lo que tiene que hacer”.

Comienzo a hacer caminatas, primero de unos cientos de metros y luego de varios kilómetros, con el brazo en cabestrillo. No me puedo quedar sentado. Luego va a costar mucho más recuperar una vida activa.

En el gimnasio donde hago la rehabilitación observo que hay una bicicleta estática, que nadie usa. Cuando ya voy mejorando algo, le pregunto a Cristina si cree que podría yo usarla un ratito al terminar la rehabilitación y me dice que lo intente, que ya tengo algo de control y fuerza en el brazo. Me subo. La primera sensación es la de sentir el sillín pegado a los isquiones, una sensación de la que mi cuerpo se estaba olvidando. Me sujeto al manillar, firmemente con el brazo derecho y solo apoyado el izquierdo. Pongo un pie en un pedal, lo bajo para que suba el otro y acceder también a él. Comienzo a dar vueltas a los pedales. Se me nublan los ojos de la emoción. Nadie se da cuenta, porque con la transpiración y la mascarilla, las gafas se me llenan de vaho. Sé que esto no es como ir en una bicicleta por la calle, donde hay que equilibrarse, sujetar y dirigir, y la tensión del brazo y el hombro serán mayores, aunque es un primer paso, el de las sensaciones del cerebro, el de las endorficletas trabajando para que me sienta mejor.

Pilar no me lo había dicho. Me lo dijo mucho después, cuando ya empecé a montar algo en bicicleta. Pero cuando salí de la operación y hablaron con ella para contarle como había ido, le dijeron algo así como: “Que se vaya olvidando de montar en bicicleta.” Cuando Pilar me ve llegar de la operación todo dolorido piensa: “Si le cuento ahora a Juan las palabras del cirujano para que se olvide de la bicicleta, le remato”.

El día que fui a recoger la bicicleta, tres meses después del accidente, le dije a Pilar que me la llevaría andando al Metro y la traería así hasta casa. Con eso se quedó tranquila. Sin embargo, cuando me vi con ella en la mano me dije que iba a probar a montarme, solo un poquito, antes de meterme en el Metro. Para una persona que ha hecho miles de kilómetros anuales, el equilibrio en la bici es algo automático, sobre lo que no piensas, solo lo haces. Sin embargo, cuando llevas tres meses sin hacerlo y tu cerebro tiene un mal recuerdo de la última vez que has montado, comienzas a pedalear y eso se va para todos los lados excepto hacia adelante. Paro, pensando que hay alguna rueda desinflada, pero no, están bien. Lo vuelvo a intentar. Es como si se me hubiera olvidado pedalear.

Cuando he enseñado a alguien a montar en bici lo primero que le digo es que no mire al suelo, que mire hacia delante. Eso es lo que hago. Durante unos diez metros el manillar se me mueve mucho, pero finalmente el cerebro rescata ese recuerdo, esas conexiones neuronales y comienzo a ir derecho. De pronto me doy cuenta de que estoy yendo en dirección hacia casa. Voy a continuar un poco más, me digo. Al final, muy despacio y sin tensiones, llego hasta casa. Empiezo a creerme que puedo volver a pedalear. He sentido algunas molestias al tener el brazo estirado en el manillar, pero lo que realmente me duele es levantarlo, y para ir en bici no necesito levantarlo, a no ser para indicar un giro a la izquierda.

El siguiente paso fue cuando Cristina me dijo que probara a venir en bici a la rehabilitación, una distancia corta, lo que empecé a hacer frecuentemente con éxito.

Más adelante empecé a montar con relativa normalidad, aunque me suele generar algunas tensiones en brazo y hombro izquierdos, debido a la asimetría que me ha quedado. Pero poco a poco he ido mejorando.

Más adelante, en un electromiograma muy completo me descubrieron que tengo afectados los nervios escapulares, de hombro, brazo e incluso mano izquierdos. Que eso es lo que me limita algunos movimientos y que puede que se recupere (tardando varios años, es muy lento) o puede que no. Estoy aprendiendo a convivir con ello, pero tampoco me rindo, sigo haciendo cada día ejercicios que me ayuden a activar esos nervios y a reponerse. Le envío así cada día al cerebro el mensaje de que mande recursos a esos miembros para recuperarse, para ser útiles haciendo una vida normal.

Esas dos placas y nueves tornillos se van a quedar ahí para siempre

El que me atropelló, más adelante se lo pensó mejor y comenzó a decir que él circulaba bien, que fui yo quien invadió su carril. Desde ese momento, desde esa mentira, decidí ir a darle una lección, a que entendiera que no se puede ir por la vida en un patinete, protegido como iba él con casco, coderas y rodilleras, y pensando que con eso ya está todo solucionado y puede ir haciendo el cabra por la vía pública, como si no hubiera más personas a tu alrededor. Además de no disponer de seguro de ningún tipo. Para que no vuelva a suceder, he abierto un proceso judicial al respecto. No se presentó cuando tenía que declarar, así que ya veremos cómo queda esto.

Un vehículo a motor (que eso es un patinete eléctrico), no puede ser ubicado ni física ni normativamente al lado de la bicicleta que necesita del impulso humano. Los patinetes deben ir en todo caso por las vías de los motorizados, porque eso es lo que son, unos vehículos motorizados.

En ConBici lo han explicado muy bien https://conbici.org/noticias/declaracion-de-conbici-al-manual-de-caracteristicas-de-los-vehiculos-de-movilidad-personal

Cuando ya comencé a montar de nuevo poco a poco en bici de carretera, uno de los primeros sitios que visité fue precisamente el lugar del accidente, para reconocerlo e investigar lo que ocurrió. Yo iba pensando en mis cosas, haciendo ese recorrido de una manera mecánica, al ser muy habitual para mí. Sin embargo, al acercarme al lugar del accidente, empecé a notar como en el Garmin las pulsaciones me subían bastante, sin que estuviera haciendo un esfuerzo excesivo. Un amigo psicólogo me explicó lo que me pasaba. Mi subconsciente sí sabía que me estaba acercando a un lugar donde la última vez había ocurrido algo grave, y me estaba avisando del peligro, por lo que mi cuerpo segregaba dopamina a toda mecha y las pulsaciones me subían exageradamente.

Muchas veces he estado a punto de rendirme, de quedarme como estaba, porque no soportaba el intenso dolor al esforzarme haciendo los ejercicios. Pero esa capacidad de sufrimiento que había desarrollado precisamente montando en bicicleta, me decía que siguiera adelante, que no me podía rendir. Y así un día tras otro. Hasta el pasado sábado que conseguí terminar esta prueba, con cierto adormecimiento en el brazo izquierdo, pero sin dolores importantes en el hombro, los normales por tener los nervios de esa zona tocados.

Aún sé que puedo mejorar más. En la vida hay tiempo para todo menos para rendirse y es como montar en bicicleta, si quieres mantener el equilibrio hay que seguir avanzando.