Que Leticia era una niña “especial” lo supimos sin necesidad de que nadie nos lo explicara. Bastó observarla crecer.
Aprendía todo muy rápido. Antes de cumplir un año ya decía palabras; poco después las unía; y cuando apenas caminaba, hablaba con una claridad que descolocaba. A los dos años construía frases que parecían pensadas durante horas. Cuando por fin fue capaz de expresar con precisión todo lo que pasaba por su cabeza, algo cambió: empezó a hablar menos, a mirar menos. Como si, una vez abierto del todo su mundo interior, el exterior hubiera dejado de resultarle interesante.
Su lenguaje se volvió exacto, económico, sin adornos. Decía lo justo, como una científica describiendo un experimento. Y, sin embargo, era profundamente sensible, vulnerable a los gestos, a los tonos, a lo que no se decía.
Se interesó pronto por la música, la ciencia, la literatura. Pero todo se le quedaba pequeño. Pensar le fascinaba; el cuerpo, no. El juego físico, el deporte, el trato con otros niños parecían no tener cabida en su universo. Le molestaban las multitudes, el ruido, las luces intensas. Prefería el silencio y el orden.
En el colegio aprendía con facilidad, pero no disfrutaba. Los profesores nos preguntaban cuántos años tenía; los niños la llamaban “la rarita”. Iba demasiado deprisa para ellos. Al final, la sacamos de allí. Los profesores particulares parecían una solución más razonable que obligarla a adaptarse a un mundo que no entendía su idioma.
Por todo eso, cuando cumplió ocho años y el tío Adrián apareció en Navidad con una bicicleta envuelta con cintas de colores, todos pensamos lo mismo: se viene un desastre.
Adrián era nuestro polo opuesto. Vivía al día, sin planes ni ahorros. Se gastaba lo poco que tenía en viajes —muchos de ellos en bicicleta— y afirmaba, sin la menor duda, que era feliz. Nunca supimos muy bien qué quería decir con eso.
Leticia observó la bicicleta en silencio. No la tocó. La recorrió con la mirada como quien examina una máquina compleja. Me la imaginé entendiendo en segundos su funcionamiento: los frenos, la lógica de las ruedas, el sentido del manillar. Cuando pareció terminar de comprenderla, perdió el interés y miró hacia otro lado.
En el parque, mientras Adrián insistía en enseñarle a montar, nosotros anticipábamos la caída. Le explicamos que a Leticia no le gustaba el deporte. Adrián sonrió y dijo que aquello no era deporte, que era otra cosa: Sensaciones, movimiento, libertad. Nos miramos resignados: cuando Adrián se empeñaba, no había quien le parara.
Leticia escuchó las instrucciones de Adrián con atención y asintió. Pillaba todo a la primera, a veces no necesitabas decirle nada, parecía que te escuchara los pensamientos.
Las primeras pedaladas fueron torpes; la bicicleta iba hacia los lados y ella reaccionaba con movimientos bruscos del manillar. Dimos un paso al frente para sujetarla, pero no hizo falta. Ajustó el cuerpo, corrigió el manillar, mantuvo el equilibrio y, de pronto, increíblemente, avanzó sola. Cada vez más recta. Cada vez más rápida.
—Leti, despacio —grité.
—Está todo controlado, papá —respondió—. Es fácil… y divertido.
Nos miramos sin saber qué pensar.
Pasó media hora y seguía pedaleando. Pregunté si no estaría cansada. Adrián se encogió de hombros y afirmó: —El disfrute engaña al cansancio.
Cuando por fin regresó, su madre le preguntó si se lo había pasado bien.
—Muy bien. ¿Volvemos luego?
—¿Aún te quedan ganas?
—Claro. Es muy divertido.
—¿Por qué?
Entonces habló como nunca antes. Con euforia y sin ahorrar palabras.
«¡Ha sido lo más guay de toda mi vida! Al principio me temblaban un montón las piernas y pensaba que me iba a caer, pero luego… ¡zas!, mantuve el equilibrio con el cuerpo y el manillar y empecé a moverme sola. El viento me daba en la cara como si fuera súper rápida, aunque seguro que iba despacísimo. Cuando giré la primera vez casi me muero de la risa, porque sentía como si la bici tuviera vida propia y yo solo fuera agarrada intentando no chocarme con nada. Y cuando conseguí frenar sin caerme, entendí cómo funcionaba todo. Quien haya inventado la bicicleta se merece un premio por hacer algo tan divertido. ¡Quiero volver a hacerlo ya!»
No lo pudimos evitar: lloramos todos, menos Adrián. Leticia me miró, extrañada.
—¿Qué te pasa?
—Nada, hija —le dije—. Es el viento que has levantado al pasar con la bicicleta. Me ha entrado polvo en el ojo.
Miró al frente y después a Adrián, con esa forma suya de agradecer sin palabras.
Mientras se alejaba empujando la bicicleta, pensé que Leticia sí era capaz de escuchar al mundo. Solo necesitaba divertirse para entenderlo.
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