El petróleo se había agotado en
el planeta. Se sabía que ese día podía llegar, que los automóviles pasarían a
ser una basura tirada en la calle, que permanecerían parados, inútiles, sin
poder moverse.
Sin embargo, la calzada de nuestra
calle seguía dando miedo a los peatones. Habían sido muchos años sin cruzar por
ella y ese tipo de cambios son difíciles de asumir en la mente humana.



A los escasos peatones, esta
situación nos había llevado a confinarnos en nuestras casas, donde la
información sobre lo que pasaba en otros lugares se nos distribuía a través de
una manipulada televisión.
Pero con el fin del petróleo y la
parada de los coches, el silencio poco a poco se iba instaurando en las calles,
a medida que los últimos depósitos de combustible se fueron acabando. Ya no
necesitábamos hablarnos a gritos los unos a los otros para escucharnos. Hablábamos
a susurros, felices de escuchar todas las palabras, de entender todas las
frases con claridad. A algunos les costó mucho adaptarse, quizás porque habían
perdido mucha capacidad auditiva, y seguían hablando alto. Les recordábamos que
bajaran la voz, moviendo la palma de la mano hacia abajo, como si botáramos una
pelota de baloncesto.
Los pájaros, que habían huido de
las ciudades debido al exceso de contaminación y ruido, volvían y comenzaban a poblar las
señales de tráfico, las farolas, los semáforos y los árboles decorativos de
plástico, colocados por el Ayuntamiento para sustituir a los auténticos, desaparecidos
y asolados por la contaminación y las altísimas temperaturas urbanas que el
cambio climático y el calor de los motores de combustión había traído. Algunos pájaros incluso trinaban
en los alféizares de las ventanas, para regocijo de los residentes.
Los semáforos seguían activos,
pasando del rojo al verde y de ahí al ámbar, y luego otra vez al rojo, en una
sucesión infinita. Pero lo hacían porque nadie se había encargado de apagarlos en
el mando de control. Lucían para nadie, sin cumplir su función original,
pasando a ser un entretenimiento visual que acompañaba al recién estrenado
silencio.
Los vecinos adornamos el techo de los automóviles parados con macetas de flores, para alegrar un poco las calles y que pasaran a ser una parte más amable del paisaje. Pero días más tarde tuvimos que retirar estas macetas, porque unos operarios inundaron nuestra calle de señales que decían: "Por favor, se ruega no aparcar bicicletas en esta calle durante los días 21 y 22 de septiembre, debido a los trabajos de retirada de automóviles que se llevarán a cabo por la patrulla de grúas ciclistas".
Los vecinos adornamos el techo de los automóviles parados con macetas de flores, para alegrar un poco las calles y que pasaran a ser una parte más amable del paisaje. Pero días más tarde tuvimos que retirar estas macetas, porque unos operarios inundaron nuestra calle de señales que decían: "Por favor, se ruega no aparcar bicicletas en esta calle durante los días 21 y 22 de septiembre, debido a los trabajos de retirada de automóviles que se llevarán a cabo por la patrulla de grúas ciclistas".

A mi esa situación me parecía
excesiva. Al tener ya una edad avanzada, había conocido la época en que se
podía cruzar la calzada sin temor alguno. Recordaba el suelo de la calzada
igual de firme que el de la acera, así que avancé hasta la orilla de la acera
como si de un precipicio al borde del mar se tratara. Hice ademán de lanzarme
al tremendo vacío de la calzada. Los murmullos que iniciaron los vecinos me
detuvieron. Les miré. Sus ojos reflejaban preocupación a la vez que curiosidad.
Lo cierto es que el gesto de algunos en su cara me animaba a avanzar, pues parecían
ávidos por seguir mi ejemplo si no le pasaba nada a este valiente pionero.

De pronto, un sonido lejano,
sordo y conocido fue acercándose: venían decenas de ciclistas circulando, tocando
sus musicales timbres.
Los ciclistas iban despacio y
sonreían, felices de no verse ahora expulsados de la calle por los automóviles.
A los peatones nos saludaban, y les hacíamos un pasillo en la calzada para que
pasaran. Alguien pareció incomodarse con el paso de los ciclistas. Le expliqué
que no era como antes con los coches: las bicicletas eran lentas, no hacían
ruido y no echaban humos. Con ellas sí se podía convivir.

A partir de entonces, miro desde
mi ventana a la calle con orgullo. Es fantástico ver a la gente pasear, sonreír
y compartir el espacio público. Cada día me asomo y veo pasar a los silenciosos
ciclistas y les saludo con la mano. A los más conocidos les encargo cosas de la
tienda de comestibles.