miércoles, 29 de junio de 2016

Hacer del lunes otro sábado




Bajo dormido las escaleras, casi sonámbulo. Los lunes, ya lo dijo alguien, son odiosos. Uno lleva dos días organizándose la vida en torno al ocio, los amigos, la familia… y de pronto hay que volver a la rutina del sonido del despertador y todo lo que viene después.

Saco la bicicleta del trastero. Pongo la bolsa en el transportín. Me pongo las tobilleras reflectantes para que no se me manchen los bajos de los pantalones al contacto con la cadena de la bici. Pie izquierdo en el pedal. Impulso con el pie derecho desde el suelo. A continuación pie derecho en el pedal. Subo y bajo las piernas siguiendo el recorrido que me marcan las bielas.

La primera sensación al ponerme en marcha es de frío, sólo un poco, pero algo de frío al darte el aire en la cara y las manos. Pero eso me sacude, me espabila, me despierta.

El pedaleo activa las endorfinas en mi cuerpo, ésas que, cuando pedaleas, alguien llamó endorficletas. Comienzo a entrar en ese estado de euforia que me invade todos los días cuando circulo en bici al trabajo entre el tráfico.

La bicicleta es un género literario dentro de la movilidad urbana, es como la poesía de los medios de transporte. Todo el mundo dice que lee poesía, pero pocos en realidad lo hacen o están dispuestos a hacerlo. Asimismo, la bicicleta se semeja a la poesía, porque es la belleza en movimiento, un movimiento grácil que te hace volar alejado del suelo.

Cada vehículo tiene su particularidad. El coche es el icono de la velocidad, de la posesión. La moto el de la independencia. El tren es compartir, conversar, mirarse a la cara, leer, dormitar…

¿Y la bicicleta? La bicicleta es el vehículo de las emociones. Montas en bicicleta para desplazarte, o para hacer ejercicio, pero en cualquiera de esos casos la bicicleta genera una serie de emociones que no se sienten en otros medios de transporte.

Ir en bici ofrece el innegable entretenimiento del devenir de los paisajes a un ritmo contemplativo. La emoción de dejarse llevar en la bajada, con su correspondiente adrenalina, seguido de la relajación cuando viene el llano. La satisfacción tras llegar, por tus propios medios, al alto en una subida. La de escuchar los sonidos que te rodean, de sentir el aire en el rostro, el frío, el calor, las tranquilas gotas de lluvia de un día primaveral, los olores de los lugares por los que pasas…

Montar en bicicleta es un regalo que te haces cada día, una recompensa en forma de emociones muy sentidas. Montar en bicicleta es una medicina contra la vida moderna.

Las bicicletas no sólo cambian la fisonomía de las calles, haciéndolas más alegres, silenciosas y humanas. Las bicicletas también tienen el poder de cambiar a las personas. Convierten al tozudo en condescendiente, al perverso en comprensivo. Al triste le devuelve la alegría, al amargado la ilusión, al estresado le regala la calma. Hace paciente al inquieto, llevándole a disfrutar del momento presente.

La bicicleta pinta de color los paisajes urbanos, convierte los arbustos en árboles y las moles de granito en formas artísticas. Da percepción al olfato, acercando los olores a una respiración forzada por el ejercicio. Sintoniza las manos, el cuerpo y las piernas con la tierra.

Por todo ello no es de extrañar que el trayecto en bici al trabajo no parezca tal, sino un entretenimiento diario que me hace ver las cosas de forma muy distinta.  

Ese automovilista parece tener prisa. Puede que no sea así, pero quien sabe, quizás sí la tiene. Quizás ha tenido algún problema hoy con el coche, o ha encontrado más tráfico del habitual y va retrasado. Yo no tengo prisa, pues siempre tardo lo mismo ya que los atascos no me afectan, así que le cedo el paso, señalándole con la mano por dónde debe ir, un tanto alejado de mí, al adelantarme. Me supera despacio, sorprendido de que alguien en esta jungla ceda su espacio a cambio de nada. Me sonríe mientras me mira directamente a la cara, intentando escudriñar en mi rostro de donde sale esa amabilidad. Quisiera poder explicarle que viene del ejercicio sosegado, del movimiento de las piernas, de estar y sentirse vivo, pero no puedo explicarle todas esas cosas. Ir en coche es sinónimo de prisas y de incomunicación con la gente que te encuentras en el trayecto.

Siempre encuentro sitio para aparcar en la puerta del trabajo. Es lo que tiene la bicicleta, que es tan pequeña, tan diáfana, tan delgada y tan adaptable al entorno.

Me miro en el cristal de la puerta de entrada al edificio, todo el mundo lo hace para ver la cara con la que entra al trabajo: Estoy sonriendo. No hay un motivo aparente, pero estoy sonriendo. Miro a mi alrededor, a la gente que entra al tiempo que yo, con la tarjeta identificativa en la mano, dispuestos a fichar en los tornos de entrada. Pero nadie sonríe. Me obligo a ponerme un poco más serio, porque me van a mirar raro. Sin embargo, la alegría la llevo dentro, está residente en mi mente, en mi cuerpo, en mi actitud.

Subiendo las escaleras me encuentro un compañero y le pregunto que tal está. “De lunes”, me contesta con cara de resignación, anteponiendo que el día será malo, que un lunes es un castigo. “Deberías venir en bici al trabajo”, le suelto mientras abandono las escaleras y me quedo en mi planta, con la sonrisa puesta y dispuesto a afrontar un maravilloso día de sábado, perdón, de lunes.