viernes, 3 de octubre de 2014

Endorficleta



No se ha estudiado suficientemente como ocurre, pero al pedalear te surgen ideas insólitas, soluciones a los problemas más intermitentes y las propuestas más descabelladas. Eso lo sabemos bien las personas que solemos montar en bicicleta.

Al parecer, las principales culpables de que eso ocurra son las endorfinas, un tipo de neurotransmisores que se generan, entre otras situaciones, con el ejercicio físico. Actúa como un opiáceo, creando felicidad, pero de forma totalmente endógena, generada por el cuerpo humano.

Las endorfinas, además de ser gratis, te cambian. Te cambian el carácter, te cambian el humor y te añaden creatividad. Además tomas más la iniciativa, haciendo cosas que generalmente no sueles hacer. Es ponerse a pedalear e inmediatamente engrosas la lista de personas con ideas innovadoras, relativizadores de problemas y literatos con musa. Dejas de pertenecer al reino de la vulgaridad y pasas a ser un poeta, un filósofo o incluso un arrogante creador de ideas originales que provienen de un universo juvenil cargado de romanticismo.

Es por eso que he creado un nombre para estas endorfinas: Endorficletas. Una endorficleta sería, por lo tanto, una endorfina creada al pedalear de forma continuada sobre una bicicleta.

Nadie me va a convencer de que las endorfinas generadas en otras situaciones, como las que se generan con la excitación sexual, el dolor o el consumo de chocolate, son similares a las endorfinas creadas por el pedaleo, porque tengo claro que no son en absoluto iguales. Las que se generan montando en bicicleta se alargan en el tiempo y abren los canales más escondidos que tenemos en la glándula pitutaria y el hipotálamo.

Desde luego las endorfinas no son las únicas culpables para endorficletar a una persona. Hay más factores para llegar a ese estado, como puede ser la hiperventilación que se genera al pedalear durante un largo periodo de tiempo. Una mayor cantidad de oxígeno lleva a una mayor calidad neuronal, como no ocurre cuando uno está sentado en una mesa esperando la inspiración, con una taza de té en una mano y un lápiz en la otra, mirando al infinito sin saber por dónde comenzar a escribir.

El problema de ir en bicicleta es que no es fácil tomar nota de esas ideas, esos textos, esas locuras imaginativas o esos poemas. Uno, en su enorme éxtasis endorficleto, cree que lo recordará luego. Pero lo cierto es que no es así. Cuando te bajas de la bicicleta y dejas pasar un rato (el mismo en el que las endorfinas dejan de hacer efecto y la ventilación cesa disminuyendo la calidad neuronal) esas ideas imaginativas se pierden entre los surcos de la memoria, dejando de existir de inmediato.

El fenómeno de las ideas sobrevenidas por las endorfinas tiene, por otro lado, efecto aditivo. Cuando se te ocurre una cosa, luego se te ocurren muchas más, sumándose a las anteriores. Pero, igualmente, no es posible recordar tantas cosas, y con tanto detalle, cuando te has bajado de la bicicleta.

Harto de que me ocurra esto, cansado de desperdiciar el cúmulo de genialidades que se me pasan por la cabeza mientras pedaleo, me he decidido a salir hoy con lápiz y papel a mano y cada vez que las musas me visiten no esperar más, frenar, dejar la bicicleta apoyada a un lado del camino y reflejarlo por escrito, para luego continuar la marcha e ir sumando nuevas ideas.
 
No sé si funcionará este método. Dudo también si tendrán utilidad alguna las ideas que se me pasen por la cabeza. Puede que sea un artículo para mi blog. Quizás una presentación innovadora para el próximo congreso al que me inviten. Podría ser el inicio de una novela. O tan sólo una idea de cómo redecorar el salón. También podría ser un poema. En estos días que ando perdidamente enamorado, tengo deseos de expresar cosas de una manera poética.

Lo que sea que se me ocurra no se quedará en la cuneta del camino, oculto detrás de los matojos y las flores. Me lo llevaré anotado en mi libreta.

En mi primera experiencia utilizando este método de la libreta y el lápiz, comienzo mi ruta en la misma puerta del Metro, cerca de donde se encuentra esta vía verde que voy a recorrer. 

Terreno favorable y ligeramente urbano al principio, para luego comenzar a deambular paralelo a una carretera de poco tránsito. Un coche va a mi altura por dicha carretera en un travelling que parece salido de una película de Win Wenders. La pasajera del vehículo mira de una forma melancólica hacia donde yo estoy. Le saludo y entonces sonríe ligeramente. Qué fácil es sacar una sonrisa a una persona: sólo un ligero gesto de la mano dejando de sujetar el manillar, levantándola un poco y moviéndola como una ola, interpretando que eso significa un saludo hacia quien estás mirando. El enorme poder de los signos estandarizados  y aprendidos por todos.

Al poco de comenzar la cuesta arriba bordeada por unos fabulosos árboles en flor, se me llena el pecho de un profundo cariño que viene del enamoramiento. Se empiezan a juntar solas unas palabras y no lo dudo un momento, paro y escribo lo que atropelladamente me viene a la mente.

Ábrase pronto la luna
para encerrar en ella más estrellas,
que nada tienen ellas que ver de mi desnudez,
de mi desnudez de ti tan lejos,
tan aire y tan pájaro

Continúo mi ruta. Bordeo una cementera, cuyas líneas duras contrastan con la belleza del anterior paisaje. 

Una vía verde es una vía de tren abandonada reconvertida a vía ciclista y peatonal. ¿De verdad iba por aquí antes el tren haciendo estos quiebros?

Ahora viene una larga bajada. Las bajadas también te suben el estado de ánimo, esta vez la culpable es la adrenalina, otra droga que generamos nosotros mismos. Vaya industria farmacéutica que tiene montado el cuerpo.

Cuando vas lanzado en bicicleta cuesta abajo no es nada apetecible pararse. Lo natural es dejarse llevar por la continuidad de la velocidad adquirida. Pero tengo que parar porque la inspiración me ha vuelto.

Bandadas surquen este espacio
y aterricen en mi ventana
trayéndome tu imagen
reflejada en las fuentes y en los charcos 

Una vez pasada esta localidad con apellido de río, viene una zona con taludes de la antigua vía de tren. Es básicamente llana, pero de vez en cuando hay subidas y bajadas repentinas, de las que tensan los músculos por un momento, de las que cuando se llega arriba, todos los ciclistas sonríen, cada uno a su manera, pero sonríen. Otro momento de iluminación.

Y es que te llevo puesta
aunque te vayas al otro lado del mundo
Eres el traje que me viste y me acompaña
y la sonrojada soledad
que se esconde en los bolsillos más pequeños
al sentir tu presencia figurada
pintándolo todo

Otra localidad que se bordea y da paso al valle del río que llevo viendo desde lejos hace rato. Unas altas paredes de piedra y tierra a la derecha. La vega del río a la izquierda. Sensación de plenitud por todos lados que hace sonar la lira de las musas de nuevo, obligándome a parar y sentarme a escribir en los bancos de una pequeña ermita.

Si al menos pudiera detener este latir presuroso
que daña como golpes de roca,
si latiera por una vida ordinaria

Me cruzo con otros ciclistas que llevan también la sonrisa puesta. Esto de la bicicleta es adictivo, lo sé. Pero, por favor, que me dejen tener esta adicción con la que no hago mal a nadie, con la que mejoro mi condición física, no enveneno el aire, respeto el entorno por el que transito y encima lo paso sensacional.

Cruzo la localidad que en su día fue famosa por sus aguas. De ahí parte una variante de la vía verde, pero yo sigo por el recorrido clásico, siguiendo el valle, pegado a casas de campo y jardines con aspecto cuidado.

Pero cada día amo más
esta pequeña muerte de lo vulgar
Así pues
dejadme
quiero hundirme en el fango del invierno más dulce

Probablemente este tramo es el más bonito de la vía verde. Comienzan a abundar los árboles junto a los llanos cerealistas, algún puente del antiguo trazado ferroviario nos sumerge en otra época en la que el tren recorría estos campos y la gente no tenía prisa por ir de un lado a otro, dejándose llevar por el ferrocarril, sin mirar el reloj.

Quizás por eso
en tu ausencia
me imagino esos ojos tuyos
y aventuro historias que han de existir
perdiéndome
llevándome a la isla más lejana
y allí
en nuestra playa
siento como me cubres con la arena de tus manos
y el agua de tu cuerpo

Llego al final de la vía verde, con una zona recreativa y un bar en el que me quedo un rato tomando un tentempié, mirando hacia el exterior donde la luz del día empieza a colorear el cielo de ocre, allá por donde se acaba de perder el sol tras las colinas, anunciando el atardecer. La sensación de haber hecho entera la ruta es muy placentera. Ahora recuerdo el momento en el que la inicié y me parecen días, cuando en realidad fue sólo hace unas pocas horas al partir rumbo al lugar en que me encuentro.

Escribo las últimas palabras del poema, emocionado por el bonito recorrido, las luces del ocaso y por lo que he sido capaz de escribir hasta ahora.

Quiero ser por siempre arena
y tú esas olas que vienen todos los días a abrazarme
y cuando te vayas
dormirme hasta la próxima marea
que venga
y me moje
y me regale conchas y piedras de colores

Ahora sé que me toca volver, los mismos 50 kilómetros de antes, pero regresar siempre parece lo más fácil, pasas a restar en vez de sumar y así uno vive con la sensación de que los kilómetros pasan de manera más sencilla. 
Ya no voy a parar. El poema está escrito, arrancada la hoja de la libreta y guardada en el bolsillo de mi pantalón, pegado a mi piel para sentirlo cerca. Además tampoco voy tan sobrado de tiempo, he de llegar a esa localidad alejada de Madrid antes de que cierren el Metro, para poder volver a mi casa.

Tengo algo de aire en contra y me está haciendo avanzar más despacio de lo esperado. Por suerte llevo las luces en la bicicleta preparadas para la noche que se me viene encima. Siento el frescor del campo que ignora el sol que ha estado recibiendo durante todo el día.

Llego al Metro justo antes de que salga el último convoy. Dejo la bicicleta apoyada en el espacio destinado para ella y me siento, satisfecho, en un vagón prácticamente vacío. 

Lo vengo pensando desde hace un rato. En cuanto me siente, y tras beber un poco de agua y acomodarme en mi asiento, me voy a dar el gusto de leerme, ahora sí, el poema que había escrito, todo seguido, tranquilamente, sin prisas, disfrutando las palabras como si no fueran mías, como si lo leyera por primera vez. 

Echo mano al bolsillo izquierdo para cogerlo. Ahí no está. Debe ser que lo he metido en el derecho. Ahí tampoco está. Miro nervioso en la libreta que llevo en las alforjas. Pero no está ahí, lo arranqué para guardarlo en el bolsillo. Estoy seguro.

Lo he perdido. Durante el pedaleo, con el movimiento del pantalón arriba y abajo, se me debe haber caído, a saber dónde. Miro hacia el infinito, con tristeza, cómo las luces parpadean en la lejanía y se pierden a medida que el ferrocarril se aleja de la ciudad, dirección a Madrid.

Parece que, definitivamente, la poesía que viene de las endorfinas es sólo para consumo propio y etéreo. Que pretender enlatar la belleza que surja del pedaleo no es posible, que el pedaleo te lo da y te lo quita todo, pero que no se puede domar. 

Mañana cojo otra vez la bicicleta.