viernes, 3 de octubre de 2014

Endorficleta



No se ha estudiado suficientemente como ocurre, pero al pedalear te surgen ideas insólitas, soluciones a los problemas más intermitentes y las propuestas más descabelladas. Eso lo sabemos bien las personas que solemos montar en bicicleta.

Al parecer, las principales culpables de que eso ocurra son las endorfinas, un tipo de neurotransmisores que se generan, entre otras situaciones, con el ejercicio físico. Actúa como un opiáceo, creando felicidad, pero de forma totalmente endógena, generada por el cuerpo humano.

Las endorfinas, además de ser gratis, te cambian. Te cambian el carácter, te cambian el humor y te añaden creatividad. Además tomas más la iniciativa, haciendo cosas que generalmente no sueles hacer. Es ponerse a pedalear e inmediatamente engrosas la lista de personas con ideas innovadoras, relativizadores de problemas y literatos con musa. Dejas de pertenecer al reino de la vulgaridad y pasas a ser un poeta, un filósofo o incluso un arrogante creador de ideas originales que provienen de un universo juvenil cargado de romanticismo.

Es por eso que he creado un nombre para estas endorfinas: Endorficletas. Una endorficleta sería, por lo tanto, una endorfina creada al pedalear de forma continuada sobre una bicicleta.

Nadie me va a convencer de que las endorfinas generadas en otras situaciones, como las que se generan con la excitación sexual, el dolor o el consumo de chocolate, son similares a las endorfinas creadas por el pedaleo, porque tengo claro que no son en absoluto iguales. Las que se generan montando en bicicleta se alargan en el tiempo y abren los canales más escondidos que tenemos en la glándula pitutaria y el hipotálamo.

Desde luego las endorfinas no son las únicas culpables para endorficletar a una persona. Hay más factores para llegar a ese estado, como puede ser la hiperventilación que se genera al pedalear durante un largo periodo de tiempo. Una mayor cantidad de oxígeno lleva a una mayor calidad neuronal, como no ocurre cuando uno está sentado en una mesa esperando la inspiración, con una taza de té en una mano y un lápiz en la otra, mirando al infinito sin saber por dónde comenzar a escribir.

El problema de ir en bicicleta es que no es fácil tomar nota de esas ideas, esos textos, esas locuras imaginativas o esos poemas. Uno, en su enorme éxtasis endorficleto, cree que lo recordará luego. Pero lo cierto es que no es así. Cuando te bajas de la bicicleta y dejas pasar un rato (el mismo en el que las endorfinas dejan de hacer efecto y la ventilación cesa disminuyendo la calidad neuronal) esas ideas imaginativas se pierden entre los surcos de la memoria, dejando de existir de inmediato.

El fenómeno de las ideas sobrevenidas por las endorfinas tiene, por otro lado, efecto aditivo. Cuando se te ocurre una cosa, luego se te ocurren muchas más, sumándose a las anteriores. Pero, igualmente, no es posible recordar tantas cosas, y con tanto detalle, cuando te has bajado de la bicicleta.

Harto de que me ocurra esto, cansado de desperdiciar el cúmulo de genialidades que se me pasan por la cabeza mientras pedaleo, me he decidido a salir hoy con lápiz y papel a mano y cada vez que las musas me visiten no esperar más, frenar, dejar la bicicleta apoyada a un lado del camino y reflejarlo por escrito, para luego continuar la marcha e ir sumando nuevas ideas.
 
No sé si funcionará este método. Dudo también si tendrán utilidad alguna las ideas que se me pasen por la cabeza. Puede que sea un artículo para mi blog. Quizás una presentación innovadora para el próximo congreso al que me inviten. Podría ser el inicio de una novela. O tan sólo una idea de cómo redecorar el salón. También podría ser un poema. En estos días que ando perdidamente enamorado, tengo deseos de expresar cosas de una manera poética.

Lo que sea que se me ocurra no se quedará en la cuneta del camino, oculto detrás de los matojos y las flores. Me lo llevaré anotado en mi libreta.

En mi primera experiencia utilizando este método de la libreta y el lápiz, comienzo mi ruta en la misma puerta del Metro, cerca de donde se encuentra esta vía verde que voy a recorrer. 

Terreno favorable y ligeramente urbano al principio, para luego comenzar a deambular paralelo a una carretera de poco tránsito. Un coche va a mi altura por dicha carretera en un travelling que parece salido de una película de Win Wenders. La pasajera del vehículo mira de una forma melancólica hacia donde yo estoy. Le saludo y entonces sonríe ligeramente. Qué fácil es sacar una sonrisa a una persona: sólo un ligero gesto de la mano dejando de sujetar el manillar, levantándola un poco y moviéndola como una ola, interpretando que eso significa un saludo hacia quien estás mirando. El enorme poder de los signos estandarizados  y aprendidos por todos.

Al poco de comenzar la cuesta arriba bordeada por unos fabulosos árboles en flor, se me llena el pecho de un profundo cariño que viene del enamoramiento. Se empiezan a juntar solas unas palabras y no lo dudo un momento, paro y escribo lo que atropelladamente me viene a la mente.

Ábrase pronto la luna
para encerrar en ella más estrellas,
que nada tienen ellas que ver de mi desnudez,
de mi desnudez de ti tan lejos,
tan aire y tan pájaro

Continúo mi ruta. Bordeo una cementera, cuyas líneas duras contrastan con la belleza del anterior paisaje. 

Una vía verde es una vía de tren abandonada reconvertida a vía ciclista y peatonal. ¿De verdad iba por aquí antes el tren haciendo estos quiebros?

Ahora viene una larga bajada. Las bajadas también te suben el estado de ánimo, esta vez la culpable es la adrenalina, otra droga que generamos nosotros mismos. Vaya industria farmacéutica que tiene montado el cuerpo.

Cuando vas lanzado en bicicleta cuesta abajo no es nada apetecible pararse. Lo natural es dejarse llevar por la continuidad de la velocidad adquirida. Pero tengo que parar porque la inspiración me ha vuelto.

Bandadas surquen este espacio
y aterricen en mi ventana
trayéndome tu imagen
reflejada en las fuentes y en los charcos 

Una vez pasada esta localidad con apellido de río, viene una zona con taludes de la antigua vía de tren. Es básicamente llana, pero de vez en cuando hay subidas y bajadas repentinas, de las que tensan los músculos por un momento, de las que cuando se llega arriba, todos los ciclistas sonríen, cada uno a su manera, pero sonríen. Otro momento de iluminación.

Y es que te llevo puesta
aunque te vayas al otro lado del mundo
Eres el traje que me viste y me acompaña
y la sonrojada soledad
que se esconde en los bolsillos más pequeños
al sentir tu presencia figurada
pintándolo todo

Otra localidad que se bordea y da paso al valle del río que llevo viendo desde lejos hace rato. Unas altas paredes de piedra y tierra a la derecha. La vega del río a la izquierda. Sensación de plenitud por todos lados que hace sonar la lira de las musas de nuevo, obligándome a parar y sentarme a escribir en los bancos de una pequeña ermita.

Si al menos pudiera detener este latir presuroso
que daña como golpes de roca,
si latiera por una vida ordinaria

Me cruzo con otros ciclistas que llevan también la sonrisa puesta. Esto de la bicicleta es adictivo, lo sé. Pero, por favor, que me dejen tener esta adicción con la que no hago mal a nadie, con la que mejoro mi condición física, no enveneno el aire, respeto el entorno por el que transito y encima lo paso sensacional.

Cruzo la localidad que en su día fue famosa por sus aguas. De ahí parte una variante de la vía verde, pero yo sigo por el recorrido clásico, siguiendo el valle, pegado a casas de campo y jardines con aspecto cuidado.

Pero cada día amo más
esta pequeña muerte de lo vulgar
Así pues
dejadme
quiero hundirme en el fango del invierno más dulce

Probablemente este tramo es el más bonito de la vía verde. Comienzan a abundar los árboles junto a los llanos cerealistas, algún puente del antiguo trazado ferroviario nos sumerge en otra época en la que el tren recorría estos campos y la gente no tenía prisa por ir de un lado a otro, dejándose llevar por el ferrocarril, sin mirar el reloj.

Quizás por eso
en tu ausencia
me imagino esos ojos tuyos
y aventuro historias que han de existir
perdiéndome
llevándome a la isla más lejana
y allí
en nuestra playa
siento como me cubres con la arena de tus manos
y el agua de tu cuerpo

Llego al final de la vía verde, con una zona recreativa y un bar en el que me quedo un rato tomando un tentempié, mirando hacia el exterior donde la luz del día empieza a colorear el cielo de ocre, allá por donde se acaba de perder el sol tras las colinas, anunciando el atardecer. La sensación de haber hecho entera la ruta es muy placentera. Ahora recuerdo el momento en el que la inicié y me parecen días, cuando en realidad fue sólo hace unas pocas horas al partir rumbo al lugar en que me encuentro.

Escribo las últimas palabras del poema, emocionado por el bonito recorrido, las luces del ocaso y por lo que he sido capaz de escribir hasta ahora.

Quiero ser por siempre arena
y tú esas olas que vienen todos los días a abrazarme
y cuando te vayas
dormirme hasta la próxima marea
que venga
y me moje
y me regale conchas y piedras de colores

Ahora sé que me toca volver, los mismos 50 kilómetros de antes, pero regresar siempre parece lo más fácil, pasas a restar en vez de sumar y así uno vive con la sensación de que los kilómetros pasan de manera más sencilla. 
Ya no voy a parar. El poema está escrito, arrancada la hoja de la libreta y guardada en el bolsillo de mi pantalón, pegado a mi piel para sentirlo cerca. Además tampoco voy tan sobrado de tiempo, he de llegar a esa localidad alejada de Madrid antes de que cierren el Metro, para poder volver a mi casa.

Tengo algo de aire en contra y me está haciendo avanzar más despacio de lo esperado. Por suerte llevo las luces en la bicicleta preparadas para la noche que se me viene encima. Siento el frescor del campo que ignora el sol que ha estado recibiendo durante todo el día.

Llego al Metro justo antes de que salga el último convoy. Dejo la bicicleta apoyada en el espacio destinado para ella y me siento, satisfecho, en un vagón prácticamente vacío. 

Lo vengo pensando desde hace un rato. En cuanto me siente, y tras beber un poco de agua y acomodarme en mi asiento, me voy a dar el gusto de leerme, ahora sí, el poema que había escrito, todo seguido, tranquilamente, sin prisas, disfrutando las palabras como si no fueran mías, como si lo leyera por primera vez. 

Echo mano al bolsillo izquierdo para cogerlo. Ahí no está. Debe ser que lo he metido en el derecho. Ahí tampoco está. Miro nervioso en la libreta que llevo en las alforjas. Pero no está ahí, lo arranqué para guardarlo en el bolsillo. Estoy seguro.

Lo he perdido. Durante el pedaleo, con el movimiento del pantalón arriba y abajo, se me debe haber caído, a saber dónde. Miro hacia el infinito, con tristeza, cómo las luces parpadean en la lejanía y se pierden a medida que el ferrocarril se aleja de la ciudad, dirección a Madrid.

Parece que, definitivamente, la poesía que viene de las endorfinas es sólo para consumo propio y etéreo. Que pretender enlatar la belleza que surja del pedaleo no es posible, que el pedaleo te lo da y te lo quita todo, pero que no se puede domar. 

Mañana cojo otra vez la bicicleta.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Situarse en primera línea en el semáforo rojo yendo en bicicleta



Quisiera aclarar a todos los conductores de vehículos a motor con los que me cruzo cada día que cuando me pongo delante de ellos en el semáforo en rojo no lo hago por competitividad, ni por salir antes que nadie cuando llega la fase verde semafórica, como si de un sprint aventajado se tratara, ni tampoco porque me crea más listo que nadie.

Ni siquiera lo hago por pavonearme para que me vean todos con mi bicicleta. Tan bonita ella. Tan orgulloso y alegre yo.

Tampoco lo hago por saltarme norma alguna, ni por llamar la atención, ni por una frustración que hubiera tenido de pequeño por no haber estado el primero en la línea a la salida de clase.
 

Lo cierto es que me pongo en primera línea en el semáforo en rojo por las siguientes razones:

1) Porque lo considero más seguro, tanto para mí como ciclista como para ustedes como automovilistas, que me verán mejor, dado que tanto mi bicicleta como yo somos delgados y poco llamativos. Metido entre los coches muchas veces observo que el resto de vehículos no esperan encontrarse una bicicleta y en el fragor de la salida del semáforo, donde tantos accidentes se ocasionan por culpa del culto a las prisas, la gente se me cruza, me corta la trayectoria o directamente me echan fuera porque ellos son más grandes. Esto no ocurre cuando estoy delante, porque ocupo mi espacio en el carril que me corresponde y avanzo con seguridad hasta mi destino.

2) Porque al quedarme detrás de ustedes, señores automovilistas, tendría que inhalar los humos y gases de sus tubos de escape. Humos y gases que, además de oler muy mal, son perjudiciales para mi salud. Si yo mismo estuviera provocando otros humos y gases similares no tendría derecho a quejarme, me lo tendría merecido. Pero no es el caso. Yo no provoco malos humos y por eso considero injusto tragarme el de los demás. Y si estoy detrás de ustedes me los trago, especialmente en la arrancada en los semáforos, cuando tras el primer acelerón sale ese humo negro y maloliente que me hace toser y ennegrece mis pulmones, mi ropa y mi piel.

3) Y, por último, pienso que la bicicleta debe tener algunas prioridades y ventajas, en base a los beneficios que su uso aporta para la ciudad, siempre que eso no implique un empeoramiento en la seguridad y calidad de vida de nadie. Considero sinceramente que esta ventaja de salir delante en el semáforo beneficia a toda la ciudadanía.

Presuntamente, en la próxima reforma del Reglamento General de Circulación, aparecerá la posición adelantada en el semáforo para los ciclistas (si no lo tumba el lobby de los vehículos motorizados y sus acólitos) convirtiéndose en legal algo que simplemente era habitual por lógico. De hecho existen ya "avanzabicis" (espacios para bicicletas en primera línea semafórica) en muchas ciudades españolas, pero no está muchas veces claro como llegar a estos avanzabicis, y de hecho hay carriles estrechos que impiden adelantar con seguridad a otros vehículos parados para ponerse en esa primera línea.


Una vez salga en los medios de comunicación esta medida contemplada en el Reglamento General de Circulación, habrá que explicarla, dado que es previsible que la mayoría de quienes no usan la bici habitualmente no la entiendan. Ojala que la DGT lo sepa explicar bien, pero tengo mis dudas de que lo haga en unos términos parecidos a los que uso en este artículo.

Por parte de los usuarios, estaremos plenamente dispuestos a explicar, cuantas veces sea necesario, las razones que llevan a implantar esta medida altamente beneficiosa para la seguridad vial de todos, para la salud de los ciclistas y para la promoción de la bicicleta como medio de transporte habitual.

miércoles, 9 de julio de 2014

Las locas bicicletas extraterrestres madrileñas


Desde la inauguración de la bicicleta pública madrileña todo el mundo cree tener la llave de cómo debería haber sido el sistema. Unos lo hubieran hecho radicalmente distinto, otros sólo con algunos pequeños, pero irrenunciables, cambios.

Ha habido graves errores al principio, y lo peor es que sigue habiéndolos dos semanas después. Hoy veía impotente como una persona no podía retirar una bicicleta de una estación y otra llevaba diez minutos esperando una simple gestión en un totem. No me parece serio que se puedan justificar diciendo que también ocurrió en otras ciudades. Confío en que se irán corrigiendo esos errores en los próximos días. 


Independientemente de esto, creo que todos tenemos una idea de cómo nos hubiera gustado que fuera el sistema, pero seguramente lo que ni este ni ningún sistema de bicicleta pública puede pretender es contentar a todo el mundo o poner cerca de cada potencial usuario una estación de BiciMad, además con un determinado tipo de bicicleta, porque sobre esto también hay diversas opiniones.

Yo tengo mi particular visión de cómo debería haber sido el sistema, pero no voy a aburrir al personal, porque ni este sistema debía ser hecho para mí, que ya tengo bicicleta y la uso por Madrid, ni creo tener la soberbia de poder asegurar que sé exactamente como tenía que haber sido. 


Tengo un importante conocimiento sobre la movilidad madrileña y he dado muchas conferencias en España y América Latina sobre bicicletas públicas. Pero no me he parado a estudiar, porque no es mi labor, como debe ser este sistema de bici pública para conseguir sus objetivos, cuáles son esos potenciales usuarios que necesita Madrid y donde hay que poner esas estaciones. Eso lo han hecho con la mejor de las intenciones unos técnicos del Ayuntamiento a los que conozco y en los que confío.

Cualquier sistema de bicicleta pública debe pretender, por definición, conseguir que gente que no usaba la bicicleta en la ciudad la comience a usar ahora y acabe haciéndose dependiente de la eficacia y facilidad de moverse en bicicleta por su ciudad, para que acabe comprándose la suya propia, si esto le es posible.

Y, a tenor de lo que yo estoy viendo en mi entorno, parece que eso es lo que se puede estar consiguiendo, que algunos nuevos usuarios se animen a usar la bicicleta en Madrid.

Os voy a presentar a dos compañeros míos de trabajo, Ana y Benito, son los que podéis ver (cada uno a mi lado) en la foto de entrada de este artículo.

Estas dos personas, por diversas razones, jamás han circulado en bicicleta por la ciudad, pero les ha faltado tiempo para sacarse el abono del BiciMad y decidirse a lanzarse a usarla para algunos de sus desplazamientos cotidianos. Tengo que decir que soy el primer sorprendido.

Antes de la creación de este sistema he escuchado a estas dos personas algunos de los habituales (y hasta cierto punto normales) prejuicios que todo el mundo suele decir sobre la bicicleta en la ciudad. Pero algo tiene de mágico esta bicicleta pública que anima a la gente a decidirse a dar el paso. Y eso, en si mismo, tiene mucho valor.

Ahora da gusto ver a Ana llegar al trabajo con una sonrisa de oreja a oreja y diciendo una de sus expresiones preferidas “¡Me encanta!”


Benito, por su parte, me pide expresar lo siguiente: “Es un gran aliciente pensar que al salir del trabajo voy a coger la bicicleta, con lo que haré ejercicio, al tiempo que me traslado al lugar donde quería ir”.

Mi amigo Santos, un recién incorporado al mundo del ciclismo urbano, iba el otro día por primera vez al trabajo en esta bicicleta pública, en un recorrido básicamente cuesta arriba, y describía la sensación del pedaleo asistido como "Pedalear como en la película ET, pero con el marciano dentro de la bicicleta".



Ojala que se arreglen pronto los problemas que trae BiciMad desde su inauguración y en un breve futuro podamos decir que esta bicicleta pública contribuyó a hacer más visible a los ciclistas en Madrid y que fue un paso de gigante hacia un establecimiento de la normalidad ciclista en nuestra ciudad.

Otras direcciones de interés:
Cómo funciona BiciMad
Cómo superar los errores de BiciMad

PD: Me entero un día después de publicar la entrada que Elisa Barahona (la Directora General de Sostenibilidad, la responsable de la bicicleta en el Ayuntamiento de Madrid) está usando el BiciMad para ir a las reuniones oficiales donde hay estaciones del sistema, dejando el coche oficial aparcado. Me ha encantado enterarme de esta noticia, me parece un ejercicio de coherencia y una manera de dar ejemplo, además de aumentar el número de ciclistas por esta ciudad que se está llenando de bicicletas a pasos agigantados.

lunes, 26 de mayo de 2014

El color de la piel


Había pasado demasiado tiempo encerrada en esa habitación, esa casa y esa ciudad. Se me habían dormido los sentidos sentada delante de la pantalla del ordenador día tras día. Empecé a darme cuenta un viernes o un sábado al despertarme y ver el brazo estirado delante de mis ojos. Vi que no tenía la marca del sol en sus pliegues, que la piel estaba blanca, tan blanca que no la reconocía y empecé a pensar si no habría estado dormida durante varios meses.

Todavía tirada en la cama vinieron a mí algunos recuerdos de episodios cicloturistas. El sol pegándome fuerte reflejado en las eternas aguas de Ruidera; aquel rizado viento soplando con fuerza en el Atlas marroquí, agrietando mi cara y nublando mis ojos, pero llenándome tanto de vida que creía estar en el centro del Universo; el agua milagrosa de una tormenta necesaria en el sur de Extremadura, con personas de toda condición dando saltos de alegría a mi alrededor; esas curvas de ensueño en el cañón de Añisclo, donde sentirse pequeño era lo natural ante la enormidad de la naturaleza. En cada ruta pasaban tantas cosas que no había memoria para tanto suceso.
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Cuando, con la ayuda del interventor, vi la bicicleta acomodada en el furgón del tren regional, empecé a sentir que ya había empezado mi ruta, que ese poder del tren moviéndose sobre las vías era como la fuerza del pedaleo. Acomodada en mi asiento cerraba los ojos y me podía ver subiendo y bajando las piernas con fuerza sobre unos imaginarios pedales ferroviarios. Todo el tren se movía con la fuerza de mis piernas, los paisajes corrían a los lados y la gente en los caminos me saludaba agitando las manos. Hasta que tocaba parar en una estación y, entonces, estiraba los brazos sobre el asiento delantero... quiero decir, sobre los frenos, y entonces el tren paraba, la gente descendía, unos se abrazaban y reían, otros se despedían y lloraban, pero todo el mundo estaba agradecido a ese tren que les llevaba.

Ya en ruta sobre mi bicicleta, buscando mi camino y esta primavera disfrazada de verano, las cosas se ven de otra manera: van mucho más despacio, ahora siento de verdad que no tengo prisa alguna, que todo ocurre a un ritmo insólito y que la vida se alarga como este camino serpenteante que me lleva a algún sitio perdido de estas montañas.

Llevo el sol a cuestas, pero el sol no lo sabe, él se deja caer sobre los bosques y las mesetas y qué idea tiene el sol que allí estoy yo llevándomelo a trozos, haciéndome sudar.

Había rogado que cayeran sólo chirimiris que me hicieran parar a preparar toda la parafernalia de plásticos, chubasqueros, bolsas y demás protecciones, que cuando las acabas de preparar ya no te sirven para nada porque, para entonces, lo ha dejado, se ha cansado de esperar a la tranquila cicloturista que se está inventando tormentas y charcos enormes. Pero el norte es otra cosa. Aquí las nubes te traen y te llevan sin preguntarte. De todos modos, pensar ahora en las lluvias es fantasear con el destino, porque este sol me muerde los hombros y me dibuja formas en la piel, que delatarán mi vestuario durante varias semanas.

Una vez más siento que el tiempo no existe, que los caminos te sugieren lugares que todavía no se han inventado y me dejo llevar por estas laderas, estos ríos y estos árboles.

Me tumbo en esta pradera de un verde inexplicable a recibir este sol que tanto me llena de vida.

Acurrucada por el sonido del arroyo me quedo dormida, dando descanso a mis fatigadas piernas, tan poco acostumbradas últimamente a las pedaladas, aunque éstas hayan sido discretas y tranquilas.
Sueño con viajes inalcanzables, como el de ir a China en bicicleta, siguiendo la ruta de Marco Polo, si es que dicha ruta es posible de seguir. O cruzar de norte a sur el continente americano, haciendo amigos por el camino y ganándome la vida haciendo chapuzas, enseñando idiomas o contando en las plazas de los pueblos de América Latina las historias que me hayan acontecido .

Me despierto molesta por un fuerte picor en la espalda. Me he quemado la piel al quedarme dormida al sol. El dolor es horrible y me avergüenzo de no haberlo previsto, pese a mi experiencia cicloturista.

Me tapo y continúo la ruta, en busca de algún pueblo con asistencia médica o farmacéutica donde me puedan curar. 

Se empieza a nublar rápidamente. Todo parece indicar que va a caer una tormenta. Empiezo a desesperar. Ya no voy disfrutando del paisaje, sólo busco ese lugar donde refugiarme de la lluvia y ser atendida de las quemaduras.

Empieza a llover con fuerza, pronto se va a hacer de noche y, para acabar de arreglarlo todo, acabo de pinchar.
 
Estoy en medio de la nada, con el agua de lluvia cayéndome por todos lados, sin apenas comida, con la espalda quemada, con una rueda pinchada y empezando a anochecer. Dejo la bici a un lado, me siento sobre un tronco caído y me echo a llorar. Las lágrimas se las llevan los goterones de agua que caen de las hojas de los árboles, vencidos por la lluvia y el viento.

De pronto siento unas manos que me cogen del brazo muy lentamente, levanto la cabeza y veo una aldeana que me sonríe y me abraza. Siento como desaparecen los dolores, la lluvia y hasta la melancolía. Me coge de la mano y me pide que le siga, llevándome a una pequeña casa con un maravilloso fuego donde me ofrece comida, agua caliente para lavarme y un ungüento para la espalda.

Dije una vez en una tertulia de viajes que el dios de los cicloturistas te lo quita todo para luego poder dártelo todo y no puedo sino pensar que es totalmente cierto.

Aquí, durmiendo en este camastro, todavía frescos los ecos de mi conversación con Rosa, la aldeana, con el sonido del fuego de leña que va poco a poco muriendo, con esta sensación de que la vida es un maravilloso viaje por las sensaciones y los recuerdos, no puedo dejar de pensar que mi servidor de correo de internet va a reventar de mensajes recibidos y que no pienso volver para mirarlos. Que los únicos mensajes que voy a leer son los de los mapas que me acompañan, los de los pájaros, los de las montañas, los de las nubes y los de las arrugas en la piel de las gentes que encuentre en el camino.

viernes, 28 de marzo de 2014

Confieso que he pedaleado

Hoy en día hay demasiada gente que ve al ciclista como un estorbo (especialmente algunos motorizados) o como alguien cuando menos peculiar, de costumbres fuera de lo común, fuera de lo establecido como normal.

Hoy en día aún supone cierta complicación ponerse a pedalear por las calles y, sin embargo, cada vez somos más y algunos lo hacemos desde hace tiempo, cuando era aún más extraño que ahora, cuando uno se sentía blanco de todas las miradas y, casi podríamos decir, como si estuviera pecando ante la muy extendida religión de la velocidad.

Yo, pese a todo ello, he de confesar que durante los últimos 24 años he pedaleado.

Confieso que me he desplazado al trabajo pedaleando, sin contaminar, es decir, sin emitir gases ni partículas de las que a diario hacen daño a las personas, de las que alimentan el negocio de la salud, pues ya hasta la salud se ha convertido en un negocio.

Confieso que me he transportado sin hacer ruido, cuando el ruido se considera ya parte intrínseca de las ciudades. Quizás por eso hay quien dice que las bicis son excelentes para el campo, allá donde el nivel de ruido es grato y necesariamente soportable.

Confieso que he pedaleado por la ciudad sin usar vestimenta especial para ello, yendo como iría al andar, al ir en transporte público o al circular en un coche. Por ir sin vestimenta especial al montar en bicicleta se me ha llamado la atención en múltiples ocasiones. No lo acabo de entender, pero así es.

Confieso que he pedaleado, pese a la intoxicación informativa que algunos miembros de la DGT, sus acólitos de empresas privadas y algunos medios de comunicación están llevando a cabo para maximizar la percepción de riesgo que existe al pedalear. Está sobreestimado el riesgo de ir en bicicleta y no lo está ir en automóvil (que es una de las principales causas de muerte en el mundo) o morir por estrés crónico, al que precisamente la bicicleta combate y el automóvil fomenta.

Confieso que no tengo coche. Sé que esto es muy grave y ha de saberse y conocerse para escarnio público, pues la culpa ya no puedo soportarla más.

Confieso que alguna vez he pedaleado sobre una zona peatonal (nunca aceras), aunque fuera a una velocidad y con una forma de conducción respetuosa, y por ello he llegado a ser recriminado (en algún caso excepcional) de una forma desproporcionada, como aquella vez que una persona me echaba la charla mientras se apoyaba en su coche mal aparcado encima de dicha zona peatonal. Eso era visto como normal (aparcar los coches donde les venga en gana), lo mío era algo novedoso y por ello llamativo y temido.

Confieso que para recorrer distancias largas he utilizado la combinación bicicleta+tren. El ferrocarril normal, el de la velocidad lógica y racional, tan esquilmado, tan denostado, es mi segundo transporte favorito y lo uso pese a las enormes dificultades que en algunos casos me ponen para llevar la bicicleta en él.


Confieso que he pedaleado también para hacer deporte, que he hecho distancias que no hubiera imaginado nunca que se pudieran hacer sólo con el esfuerzo de mis piernas, aunque algunas veces haya terminado agradablemente cansado y dolorido, como si unos caballos cabalgaran sobre los músculos de mis piernas. 


Confieso que me he divertido pedaleando, cuando hoy en día divertirse sólo se debe conseguir pagando, que las cosas gratuitas están mal vistas y sobre todo si vienen de uno mismo y encima fomentan la salud.

Ha de saberse. Confieso abiertamente que he pedaleado.

miércoles, 12 de febrero de 2014

El derecho a la lentitud


“No corras, ve despacio, que a donde tienes que ir es a ti solo”  -Juan Ramón Jiménez-
 
Desplazarse disfrutando de la ciudad
En la era de la aceleración parece que todo ha de ir más rápido: los transportes, el trabajo... hasta las relaciones personales. Pero esta rapidez tan desaforada se traduce en más accidentes, menos productividad, mayor insatisfacción y un sistema que fracasa en el propósito último de proporcionar bienestar y estabilidad a toda la ciudadanía.
El secreto para evitar todo esto es la lentitud. La lentitud bien entendida, la que nos permite hacer las cosas a una escala humana pero sin perder eficiencia.
En esta época del culto a la velocidad, la bicicleta surge como un elemento “revolucionario”. La bicicleta es un buen antídoto para luchar contra la extendida adicción a la velocidad, porque no es veloz en sí misma, aunque es capaz de llegar en los ámbitos urbanos incluso antes que otros medios de transporte que son capaces de adquirir velocidades grandes, velocidades que difícilmente pueden alcanzar estos vehículos en las ciudades congestionadas en las que vivimos.

La velocidad no te hace llegar antes
Estudios varios (por ejemplo "drive slow go fast") han demostrado que si se condujeran los vehículos motorizados más despacio en ciudad habría menos congestión vial, llegándose antes a los destinos, causando menos estrés, menos accidentes y menos contaminación. Pero mientras los vehículos tengan capacidad para correr más y la idea generalizada sea que las cosas han de ser hechas a la mayor velocidad posible, el cambio será complicado. Nadie asume el atasco como propio, todo el mundo dice haber estado en un atasco, cuando en realidad ellos mismos eran el atasco.
¿Es el automóvil, paradigma de la velocidad, tan eficiente como se piensa en el ámbito urbano? Parece que no cuando la velocidad media en las grandes ciudades españolas es de tan sólo 18 km/h.
La parábola de la liebre y la tortuga es cierta. Se han hecho comparativas de desplazamiento de distintos medios de transporte en muchas ciudades y la bicicleta es, prácticamente siempre, la primera, delante de transportes públicos, motos y coches. 

La lentitud aumenta la atención de lo que ocurre alrededor
En bicicleta, sin embargo, existe una autolimitación, la del ritmo humano, y curiosamente es lo que la hace más eficiente al ser más controlable, al ser más aplicable a la realidad que sentimos.
Con la lentitud percibimos nuestro entorno de una manera más despierta, vemos más y mejor, olemos lo que nos rodea, oímos mejor los sonidos que ocurren. En definitiva, los sentidos están más atentos y, por ello, las emociones son mayores yendo en bicicleta. Somos dueños de nuestro propio tiempo, pues lo utilizamos conscientemente.
El tiempo, esa dimensión, casi siempre malentendida como la prisa, los nervios y la velocidad, que juega en nuestra contra (todo esto se podría resumir como “La Muerte”) se transforma, cuando vamos en bicicleta, en una magnitud temporal de las vivencias con la que el tiempo guarda una mejor relación. 

A vueltas con la percepción
Entonces ¿por qué no va más gente en bicicleta? Sin lugar a dudas la percepción del riesgo es grande en este medio de transporte. Será más o menos real tal percepción, pero existe y nos afecta en alguna medida, incluso a los ya habituados a movernos en bici.
Uno puede invocar su derecho a ir en bicicleta, en definitiva su derecho a la lentitud, pero nos damos de bruces con la cruda realidad: La sociedad  lo pone complicado cuando uno intenta ser lento.
Cuando todos los motorizados han optado por ir más rápido, perdiendo al tiempo la supuesta ventaja de la rapidez (todos pasan a ser igual de lentos), nos fuerzan a ir más rápido a los demás, incluido a los ciclistas. Si la velocidad máxima genérica en las ciudades es de 50 km/h., una velocidad pensada únicamente para los motorizados, los ciclistas pasamos a ser un estorbo. Al no poder ir a esa velocidad pasamos a ser invisibles y al ser invisibles no existimos. Al no existir parecemos perder el derecho a circular por las calles de las ciudades. Algunos automovilistas (son pocos, pero son demasiados) nos conminan a abandonar la calzada e irnos al parque, al velódromo (asociando la bicicleta únicamente a la práctica lúdica y deportiva) o a la acera (espacio  para los peatones). Porque ellos han nacido para ser rápidos, aunque sólo sea una ilusión que se realiza por tramos, hasta el próximo atasco o semáforo, donde regresa la angustia de la espera, que les detiene en su veloz devenir imaginario. 

En bicicleta tenemos la velocidad que tenemos, ni más ni menos
Dadas estas circunstancias, los ciclistas nos obligamos a ir rápido, a intentar integrarnos en lo que llaman el tráfico (en definitiva, los vehículos motorizados), haciendo un baldío ejercicio de poner motor de combustión a nuestras piernas humanas. Pero no es posible. Con el agravante de que, cuanto más nos esforzamos, más aire contaminado respiramos, en un círculo vicioso que nos sitúa en un espectro de marginalidad.
La solución, a mi entender, es no seguirle el juego a esta espiral de la velocidad. No somos coches ni motos. La ciudad debe tener la escala de prioridades universal (primero el peatón, segundo la bicicleta, tercero el transporte público y en último lugar los vehículos motorizados particulares). Puesto que (donde no se diga lo contrario) el espacio natural del ciclista es la calzada, las bicicletas deben circular a su velocidad natural y deben ser los demás vehículos de la calzada los que se amolden a ellas y no al revés. Ellos sí pueden reducir su velocidad, pero nosotros pedaleando apenas si podemos aumentar la nuestra.
Esa sería la manera de ejercer nuestro derecho a la lentitud, yendo a la velocidad a la que nos gustaría que todo el mundo fuese. En cualquier caso vendría bien una ayuda de las Administraciones Públicas apostando por calmar a los más veloces.

Cuando solo importa la velocidad 
Curiosamente en algunas ciudades lo que está pasando es lo contrario. Se faculta a los veloces a seguir en su línea y se prohíbe en algunos espacios la circulación de los que vamos en bicicleta en aras de nuestra, supuesta, seguridad, cuando en realidad es en aras de mantener el status de velocidad de los motorizados.
Son muchos los ejemplos en China y otros países (e incluso en algunos espacios en España también), pero vamos a ver el paradigmático caso de Kolkata (Calcuta), en la India. Las autoridades prohíben la circulación de toda clase de ciclos en 174 de las más importantes calles "por su seguridad y porque ralentizan el tráfico motorizado". Una patada en el trasero a los lentos, a los que no causan los accidentes, contaminación ni usurpación del espacio. Un despropósito que sólo se puede entender en un contexto de impulso del motor. Un error de los que llevan a la persona que impone esa normativa de cabeza hacia las primeras posiciones de la historia de la infamia ciclista mundial, muy cerca de algunos actuales mandatarios de la Dirección General de Tráfico de España.
Por supuesto el grupo local de ciclistas, Cycle Satyagraha, se movilizó, dejando en evidencia a la policía local que admite que no hay estudios que demuestren que quitar las bicicletas aumente la fluidez de los coches. Pero las autoridades siguen en sus trece en un perfecto ejercicio de soberbia de los que tan acostumbrados nos tienen también en nuestro país.

No nos conformemos
Lo deseable sería disuadir del uso de los vehículos privados motorizados por todos los problemas asociados que traen en forma de accidentes, contaminación y usurpación del espacio público. Cuando esta disuasión no cause el efecto deseado, muchos (no todos) estamos dispuestos a compartir el espacio, pero para que fuéramos más habría que calmar el tráfico de manera efectiva. No se puede hablar de que los peatones y los ciclistas son lo más vulnerables y luego ignorar el derecho a la lentitud, es decir, a ser eficaces.
Y entonces ¿por qué nos conformamos? A gran parte de la sociedad española le cuesta imaginarse una ciudad diferente. Los cambios siempre cuestan, incluso en nuestra vida privada. Si por la mañana nos cambian de lugar el cepillo de dientes, nos descontrolamos para el resto del día. Nos conformamos con lo que tenemos, si acaso con pequeños cambios. Pero es posible cambiar, en otros lugares lo han hecho, nosotros tenemos las mismas posibilidades.
Tampoco es necesario esperar hasta que los cambios ocurran. Nosotros podemos ser parte de ese cambio. Como dijo Mahatma Gandhi, si quieres cambiar el mundo, cambia tú mismo. En bici se contribuye a pacificar las calles, no sólo el tráfico, también los ánimos se pacifican. Pedalear es un acto de amor por el planeta y por lo tanto, por las gentes que nos rodean.

Disfrutemos de nuestro desplazamiento
La alegría puede ser también un arma para pacificar el tráfico. Las administraciones deben ralentizar del tráfico. Pacificar el tráfico debiera entenderse como la ausencia de conflictos en la vía pública y para ello la alegría es imprescindible. Ya se preocupan algunos automovilistas de ir serios, estresados y enfadados. Se dice que la cara es el espejo del alma, por ello nosotros mostramos con nuestra cara, con nuestros gestos, lo que es una realidad: la bicicleta te evita la ansiedad, la bicicleta te hace feliz. Una sonrisa a los que nos dejan paso. Un leve movimiento desaprobatorio con la cabeza a los que nos la juegan, eso sí, junto con una sonrisa. No sirve de nada enfadarse. Probadlo, el trayecto será mucho más divertido, no os envenenaréis con el virus del enfado y seréis mucho más dichosos. Estaremos comunicando un mensaje muy positivo de este fantástico medio de transporte.
Pero todo eso no quita que la bicicleta PUEDA ser un vehículo lento y disfrutarlo. En automóvil es más difícil ser lento. En automóvil hay que ser muy competitivo, hay que correr mucho y si vas en automóvil a 15 km/h. por una avenida principal te llaman loco, como apelativo más amable o te dicen que te compres un automóvil mejor. Pero en bicicleta se entiende que no podemos ir más rápido. Puedes ser molesto, pero a nadie le va a extrañar que vayas a esa velocidad, a 15 o incluso a 10 km/h. Tener la capacidad de ser lento en una ciudad grande y, sin embargo, llegar a tu hora, es un placer que la bicicleta te otorga.
Por lo tanto, ejerzamos nuestro derecho a la lentitud aplicándonos uno de los mejores antídotos contra la adicción a la velocidad: la bicicleta.

Acabo con esta magnífica frase de Antonio Estevan, publicada ya hace mucho tiempo en la revista Archipiélago (números 18-19):
"El deterioro de los ecosistemas naturales aumenta con la velocidad a la que se efectúan los desplazamientos a través de los mismos"