lunes, 12 de enero de 2009

El dulce pedaleo sobre la alfombra blanca



Estos días atrás cayó una tremenda nevada por la zona en la que vivo, cuya nieve aún persiste en gran medida debido al frío reinante. Es muy difícil explicar las bonitas sensaciones que se tiene al pedalear sobre la nieve. Quizás tenga algo que ver con lo entrañable de las sensaciones nuevas, doblemente significado cuando el lugar por el que pasas es un lugar habitual, pero que con la nieve parece un lugar completamente nuevo, rompiendo la monotonía. Quizás también tenga algo que ver ese sonido que hacen las cubiertas sobre la nieve, tan único y sobrecogedor.

No me quiero extender, simplemente dejaros un relato que escribí hace casi cuatro años en el que sentí cosas muy parecidas a las del pasado viernes yendo a la estación de tren en bicicleta sobre la nieve recién caída. Las fotos de esta entrada fueron hechas este último viernes. donde dejé esta vez la bici en el aparcabicis que tenemos desde hace unos tres años y otra foto unas horas más tarde en Madrid de un ciclista circulando entre la nieve frente al Palacio Real de Madrid. El relato fue escrito el día 23 de febrero de 2005.

EL DULCE PEDALEO SOBRE LA ALFOMBRA BLANCA

Como cada día, salí esta mañana enroscado en mi bufanda y calzándome los guantes dispuesto a coger mi bicicleta para ir a la estación de tren de Azuqueca. Es un viaje de ocho minutos (2,5 kms.), de noche, pero despejadísimo de tráfico, por calles tranquilas y llanas, exceptuando una sola bajada. Suelo salir con tiempo suficiente, para tomármelo sin prisas, pedaleando suavemente cuando los músculos están aún desesperezándose.

Cuando abrí la puerta, justo en ese momento, un copo de nieve que se soltó del tejado cayó frente a mí, y tras él, la visión de la parte delantera de mi jardín, totalmente inundada por la nieve. No había visto tanta nieve junta desde aquella excursión de Pedalibre por el Puerto de la Quesera, cerca de Majaelrayo.

Me entró una mezcla de alegría por tanta belleza y desasosiego por el miedo a llegar tarde a coger el tren (salen cada quince minutos, y si pierdo el de las 6,55, llego tarde al trabajo). Lo primero que pensé fue en ponerme la capa de lluvia, pues estaba nevando todavía, suave, pero nevando. Pero me dije que no, que la capa me quita algo de visibilidad y yo quería verlo todo, todo tan diferente, como si fuera un camino nuevo, intuyendo por donde debo ir al haber desaparecido la visión de la carretera, el arcén y los caminos, siendo todo uno. Cogí mi bicicleta, que estaba debajo del techado, y la llevé a la calle. Allí se me llenó el pecho de una tremenda ilusión. La calle estaba totalmente cubierta de algo más de cinco centímetros de nieve, y la única huella que había era la de mi vecino que también va en bici y que sale quince minutos antes que yo, pero incluso esa se estaba borrando, debido a la nieve que caía encima.

Estaba deseando lanzarme a pisar la nieve con las ruedas de mi bicicleta, así que la lancé hacia adelante y comencé a pedalear.

Oía el ahogado sonido del contacto de la rueda con la nieve, como los pequeños crujidos de un cristal al aplastarlo en el suelo con el zapato y, al mismo tiempo, un trasfondo que se asemeja a un susurro. Comencé a hacer eses por el camino.

Miré para atrás: la huella de la bicicleta había dejado una bonita estela que zigzagueaba de un lado a otro de la calle. Me imaginaba las personas que pasaran al cabo de un rato por ahí y vieran esas huellas... se iban a preguntar muchas cosas ;-)

Por la vereda de Vallehermoso me puse a gritar de alegría, seguro de que no me oiría nadie.

Más adelante, una muchacha iba andando en la misma dirección que yo, oyó el sonido de mi bicicleta y se apartó. Me miró un poco sorprendida. Mientras me sonreía, me saludó con la mano, sintiendo que algo nos unía, que éramos dos afortunados compartiendo el mismo momento mágico. Yo le dediqué la más grande de mis sonrisas.

La nieve seguía cayendo, y el cristal de las gafas se me iba llenando de nieve que me impedía ver, por lo que tenía que hacer con un dedo el gesto de un limpiaparabrisas.

En la cuesta abajo de la calle de la Noguera tocaba ir muy despacio, porque la nieve y los frenazos no son muy buenos amigos.

Al llegar a la estación decidí que no iba a aparcar la bicicleta en el mismo sitio de siempre, fuera, en una farola, sino dentro, en la barandilla de unas escaleras en el mismo andén, a cubierto. Según estaba nevando, tenía la sensación de que, si la dejaba fuera, por la tarde quizás no la encontraría, cubierta por la nieve como podría estar.

Pasé el vestíbulo, hacia el andén. La gente estaba allí esperando al tren, huyendo del frío y de la nieve. Todo el mundo se me quedaba mirando muy sorprendidos, algunos algo divertidos, casi todos sonreían. Yo me imaginaba que era por la supuesta locura de ir en bici con esta nieve. La gente se apartaba y me hacían un pasillo. Al llegar a la puerta, y antes de abrirla para salir fuera, me vi reflejado: Era todo un número, parecía el hombre de las nieves (¿acaso no lo era, estrictamente dicho?). La ropa, los guantes, el pelo, la bufanda, parte de las gafas, todo blanco. Hasta el manillar de la bici, en las partes que no había fijado mis manos, estaban cubiertas por una ligera capa de nieve. Miré hacia atrás, hacia la gente. Todos me miraban y sonreían.

Seguro que alguno se apunta a coger la bici en la próxima nevada, aunque sólo sea para recibir tantas sonrisas juntas.